jueves, 1 de octubre de 2020

LA ABUELA AMELIA

LA ABUELA AMELIA

 

Cuando mi abuela murió yo tenía dieciocho años.

Había pasado gran parte de mi vida viviendo en su casa

y gran parte de mi infancia durmiendo en su cama,

esa cama donde la ausencia del abuelo

(que había muerto en la quinta, así, de golpe,

derribándose como una torre de carne antigua

entre las radichetas y los tomates)

había dejado un agujero que yo apenas podía cubrir

con mi pijamita de la Pantera Rosa.

Dormir con la abuela tenía sus desventajas:

nuestros pesos tan disímiles desbalanceaban el colchón

y yo rodaba en sueños hasta su espalda

y amanecía pegada a ella, hecha una bolita incómoda.

No podía quedarme viendo televisión hasta más tarde,

como mis hermanos.

No podía quedarme leyendo,

porque la luz se apagaba temprano.

Pero también tenía sus cosas maravillosas.

Me dormía escuchando en la radio

una cancioncita que en mi cabeza, siempre pajarera,

aludía a algún suceso sobrenatural y magnífico:

“La danza de la fortuna como ninguna llega hacia usted,

llevándole hasta su casa música, suerte, vida y amor…”

Un segundo antes de que mis ojos niños cayeran

en la madriguera del sueño,

yo veía a la Fortuna danzando.

Era rubia y hermosa,

y llevaba flores en la cabeza,

y una túnica blanca.

La desilusión que sentí cuando me enteré

de que no había chica rubia con tocado floral

y la cosa venía por el lado de la quiniela,

fue comparable a la desazón que me embargó

al descubrir la dulce estafa de los Reyes Magos.

 

Cuando mi abuela murió yo tenía dieciocho años.

Lloré, claro que lloré.

Amaba a esa mujer hosca y casi ciega

que jamás me contó un cuento

pero me habló cientos de veces

de su pueblo asturiano,

del barco que la había traído de España,

una flor arrancada de un jardín frente al mar

y puesta, como al descuido,

en el jarrón gris de un barrio suburbano.

Una flor áspera, sí, pero flor al fin.

Amaba a esa mujer que no sonreía nunca

y sólo una vez vi llorar:

sentada al lado del cajón de su marido,

antes de que una voz de película de terror

pidiera, por favor, que los deudos se retiraran,

porque había que cerrar el ataúd,

y la cara del abuelo nunca más.

 

Lloré, claro que lloré.

Pero también sentí una especie de alivio.

Ver sufrir a las personas que se ama,

verlas convertirse en papelitos de fumar morfina y cáncer,

es devastador. A los dieciocho años o a los mil.

Y nos da el privilegio atroz de resignarnos

aún antes de soltarles las manos.

 

Cuando mi abuela empezó a hacerse realmente vieja

(aunque para mí era vieja desde siempre,

y España quedaba a mil años luz,

y todo lo que ella me contaba había pasado

en el tiempo de ñaupa)

se deshizo de sus papeles personales

y de la mayoría de sus fotos.

"Les estoy ahorrando trabajo", dijo.

Estaba cansada de ver en la basura

brindis de novios y sonrisas en blanco y negro

que jamás se habían imaginado terminar así,

atrapados en una bolsita de plástico

en medio de un revoltijo indiferente de cáscaras de papas,

yerba usada y papel de diario para envolver los huevos.

“Mis cosas las tiro yo”, dijo.

Y las tiró. Porque siempre hacía lo que quería.

 

Cuando mi abuela murió yo tenía dieciocho años.

Heredé muy poco de ella: mis rasgos tiran más

para el lado de la familia paterna.

Pero cada vez que la coquetería

me empuja al supermercado sin anteojos

y vuelvo a mi casa con yogures vencidos

pienso que, quizás,

me legó la maldición de sus ojos cegatones.

No tengo un ápice de su carácter:

soy dócil y sonrío mucho, casi demasiado.

Lo que me dejó, sí, fue su miedo a las tormentas.

Y un abanico pintado a mano que me regaló una tarde

cuando el Diablo fue barman y el cielo,

un cóctel amenazante de truenos y relámpagos.

Esa tarde nos dábamos valor una a la otra.

Y yo tuve mi premio por cruzar los dedos fuerte, fuerte,

para que la tormenta parara.


Raquel G. Fernández


Hoy, 1° de octubre, habría cumplido 117 años mi abuela materna María Amalia Núñez y Pérez, nacida en Asturias en 1903, hija de don Leandro Ñúñez y Alonso y de doña María Amelia Pérez y Gión "ambos naturales de esta villa", como dice su acta de nacimiento a la que guardo como un tesoro.

La abuela Amelia, le decíamos con mis hermanos. Siempre con sus toquillas y su trapos en la cabeza. Casi ciega desde que tengo memoria, se colgaba a la radio con desesperación. Perón era, para ella, un tirano. Su republicanismo antifranquista no le permitía mirarlo de otra manera.

El 20 de noviembre de 1975 ella festejó. Y me decía que yo, con diez años, tenía que estar contenta. La otra abuela, la extremeña, lloraba porque se había muerto el Generalísimo. Y a mí me sembraron flor de lío en la cabeza. La femineidad en las contradicciones.

Había nacido en Navia, un pueblo de pescadores sobre el Cantábrico que yo pude conocer hace unos años. Y al que el año pasado volví.

Convengamos en que a mí mucho no me quería. Yo la toreaba, la confrontaba, podía pasar meses sin dirigirle la palabra. Sin embargo, cuando pisé su pueblo, sentí en lo más profundo de mí que le estaba haciendo un homenaje al volver al lugar al que ella nunca pudo volver y que había dejado en 1924 huyendo del hambre, de la gripe española y de Primo de Rivera.

Heredé todo de mi abuela: el mal carácter, mis aires de matrona mandona, el profundo rencor que me habita frente a cada afrenta, lo cegatona que soy, mi amor por su besugo al horno y por el bacalao a la vizcaína. Su pasión por los libros y por la radio. Sus canas interminables desde muy joven.

Desde que la abuela murió nadie volvió a decir en mi casa "chuleta", ni "cocido". Nadie volvió a comer filloas ni a ponerse la toquilla.

Hoy, con más de 50, creo que la quería mucho más de lo que yo suponía. Y mil veces me siento tan naviega como ella lo fue.

¡Feliz cumpleaños, abuela Amelia!

Esta es su Asturias cantábrica. Esta es Navia.

Cristina S. Fernández 


2 comentarios:

  1. Desde esta España madrileña, tan infectada hoy de pandemia, te leo siempre con emoción y admiración. Justo es que, al menos una vez te lo agradezca de corazón. Hoy, desde una generación anterior a la tuya, con un padre nacido también en 1903, unos abuelos cántabros y con el libro de poemas de la asturiana Rocío Acebal, de una generación posterior a la tuya y premio Hiperión de poesía de este año, me parece un momento propicio para hacerlo. Gracias cordiales y sinceras.

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    1. Muchas gracias! Desde esta Buenos Aires que también está bastante jodida, te mando un enorme abrazo, agradezco tu lectura y celebro que Rocío Acebal haya obtenido un premio tan importante. La poesía tiene que seguir viva en los jóvenes. No nos salvará, pero por lo menos nos hará mejor el paso por esta tierra. Otro abrazo!

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