jueves, 30 de diciembre de 2021

LA MOSCA BLANCA


 LA MOSCA BLANCA


"Sucede a veces... Los amigos entran y salen de nuestras vidas como camareros en un restaurante... Aunque sé que no volveré a verlos, sé que los echaré de menos. Y que nunca volveré a tener amigos como los que tuve a los doce años… Dios, ¿alguien los tiene?”
Stephen King, "The body" 


Hay un verano.
Un verano entre todos los veranos.
Un verano que es una puerta abierta
pero es, también,
una puerta que se cierra.
El último verano de la infancia.

No es fácil identificarlo a los veinte.
Pero a los cincuenta se convierte
en la mosca blanca de todos los veranos.
Y deja de ser uno más
para transformarse en una bisagra.
Deja de ser un verano de carnaval y risas
para mutar en el último verano de Tally,
y las olas se ponen tristes sin razón,
y el viento se pone triste sin razón.
Y los chiringuitos de la playa
le susurran un adiós definitivo
en sus oídos de caracol y arena.
Y el otoño le muerde los talones
como un perro al que nadie acarició nunca.

El último verano de la infancia es un árbol
obediente al almanaque.
Los amigos de los doce años
son hojas que se van desprendiendo de sus ramas
naturalmente,
sin estridencias,
sin grandes dolores.
Hojas que se pierden en ese viento triste
que parece una puerta abierta
pero no es.
Es una puerta que se cierra
y deja fuera de nuestras vidas
a esas réplicas mejoradas de nosotros mismos,
las que cazaban renacuajos,
y  fumaban a escondidas
(y tosían una melodía de desobediencia y fanfarronada).
Las que jugaban a la botellita
y se encendían
con un beso ingenuo
en la comisura de unos labios apretados.

La mosca blanca de todos los veranos.
El verano de gana la banca.
Perdiste,
estás perdiendo y no lo sabés,
es tu último verano antes llevarte el cuerpo a la boca
y masticarlo
con la voracidad desesperada del deseo,
el último verano antes de sentirte inapropiada,
descolocada,
muy gorda o muy flaca,
muy alta o muy baja,
muy triste o demasiado empastillada como para reconocer
que lo que te duele no es la espalda.
Lo que te duele es no saber hasta dónde arrastró el viento
a los amigos de los doce años,
hechos de otoño y nervaduras,
de cigarrillos baratos y renacuajos.
Lo que te duele es no saber
cuándo comenzó el otoño.
Cómo no te diste cuenta. 


Arte:  Nick Smith

martes, 28 de diciembre de 2021

VERANO DEL ‘81

 

VERANO DEL ‘81



“Our life together is so precious together
We have grown, we have grown”
“Just like starting over”, John Lennon


La bikini roja heredada de mi hermana
me quedaba pintada.
Cinco años me separaban del mar:
cinco años que habían redibujado mi cuerpo,
afinado mi cintura,
reventado como geranios en la euforia de los pezones.
Era una sirena varada
en una terracita de Avellaneda.
Viuda de padre y huérfana de agua.
No me importaba: el sol era el mismo.

Había cumplido trece años.
Me había despedido de la maestra,
del Manual del Alumno Bonaerense,
de los chicos que me gustaban,
del agridulce tic tac de las muñecas.
Había cambiado mi corte de pelo.
La bikini roja heredada de mi hermana
(mi primera bikini)
era una declaración de independencia certificada
con mi sangre primogénita,
un adiós soberano
a la tiranía de la infancia.

Tenía trece años,
la mirada legible,
una bikini roja,
el último disco de John Lennon.
Dos o tres muñecas que habían perdido mis favores.
Un puñado de chicos que me gustaban
olvidados en un pupitre de la escuela primaria.
Creo que lo único que conservo
de aquel verano del ‘81
es el disco de John.
Ni la bikini,
ni la cintura,
ni los ojos intactos
sobrevivieron al trajín de la vida.
Pero no me importa.
Hace rato que no me importa.

Porque todavía me vuelo a la terraza cada tanto
y el sol
(ese animal amarillo que come de mi cuerpo cada verano,
y canta en mi boca su salmo de luz)
sigue siendo el sol.
El único e imperturbable sol.
Sigue siendo el mismo.


domingo, 26 de diciembre de 2021

POEMA DE AMOR PARA CUALQUIER VERANO QUE NO SEA ÉSTE


POEMA DE AMOR PARA CUALQUIER VERANO QUE NO SEA ÉSTE


Supongamos que estoy enamorada.
Supongamos que ni siquiera la edad me salvó del ridículo.

Supongamos que apago el televisor,
que le digo a mi hijo que me voy,
que no sé si vuelvo.
Que voy a buscarte
con un vestido nuevo,
con el pelo suelto,
con un gesto de bosque/gacela/rocío
y soy un poco verde,
un poco animal enfermo de ternura,
un poco humedad entre tus dedos.
Supongamos que mi saliva migra hasta tu boca.
Que mi piel es una flor intermedia
entre enero y tu casa.


Supongamos que no me cansé
de tu hábito constante de advertirme
que no me acerque demasiado,
que le pongo las dos mejillas a tu cuerpo,
que te camino
como quien camina sobre clavos,
sobre espinas,
sobre apretados nudos de fuego.
Loca de fe,
loca de vos.
Loca.


Supongamos que me desnudo como si fuera joven,
como si fuera rubia,
como si tuviera piernas eternas
y me estrello contra tu vientre,
te salto a la espalda,
te fuerzo, te invado,
te obligo a cazar las mariposas azules
que me desmadran el sexo
porque éstas son mis últimas mariposas,
y éste es mi último verano,
y después se viene un invierno eterno
como el de una novela de C. S. Lewis.

Supongamos que estoy enamorada.
Muy enamorada.

Supongamos que estamos en el verano pasado.
O en el verano que viene.


El que prefieras.




Arte: "Girl summer", Olga Goncharova

jueves, 23 de diciembre de 2021

UN VESTIDO


 
UN VESTIDO

 

Ayer soñé que mi madre

se compraba un vestido.

Un vestido con margaritas como ese

que ceñía su cuerpo joven,

sus redondeces, tanto brote nuevo.

Y giraba

un poco  sol, un poco verano,

y las margaritas se encendían

como lucecitas de Navidad

y ella nacía

en un pesebre de algodón y flores.

 

Hace mucho tiempo que mi madre

no se compra un vestido.

Hay pequeñas cosas

que se dan por sentadas.

Nunca pensamos que esa vez

es la última vez.

La vida decide. El dolor decide.

La debacle de las piernas,

la boca que se derrumba.

El corazón tachado,

una palabra

que no podemos decir,

un bocado de silencio para tragarse

el sístole y diástole del cansancio.

 

Ayer soñé que mi madre

se compraba un vestido.

No la abracé. 

Le dije Te queda bien”.

No pensé que era la última vez.

Nunca es la última vez

cuando cierro los ojos

y mi madre gira,

una calesita de pétalos blancos

y piernas interminables.

“Te queda bien”, le dije.

Y ella sonrió

como no sonríe nunca.

 

martes, 21 de diciembre de 2021

EL MAR POR ÚLTIMA VEZ

 


EL MAR POR ÚLTIMA VEZ


En diciembre de 1975
vi el mar por última vez
con ojos de niña.
De la mano de papá y mamá, vi el mar.
Y el mar fue un grito azul
que me inundó la garganta.
Un grito de alegría
(y algo de miedo también,
en blanco y negro la chica desnuda y el tiburón,
en blanco y negro el juramento de que nunca, nunca, nunca,
iba a meterme al mar desnuda).

Después, papá soltándome la mano.
El mar escapándose,
escurriéndose entre las grietas del recuerdo,
¿cómo era ese azul,
cómo era ese grito,
cómo era dormirse sin saber que el miedo
no eran la chica desnuda y el tiburón,
porque la muerte estaba en mi casa
y lo había mordido a él, que tenía los pies secos?

Después, las tarjetas postales de las amigas
a mediados de enero:
puestas de sol y gaviotas,
sombrillas de colores.
Alfajores Havanna que traían los tíos
y alguna chuchería comprada en la feria de artesanos
o en los negocios del puerto
(cositas horribles que cambiaban de color según el tiempo
y no quedaban bien en ninguna repisa).
Y yo tratando de hacer pie en ese azul
cada vez más lejano,
en ese grito de la mano de papá y mamá,
tratando de hacer pie para no ahogarme
en una casa seca donde la chica desnuda y el tiburón
se dormían abrazados
a mis temblores de huérfana
y el verano,
con su olor insistente a sol y a flores aturdidas,
se parecía tanto, tanto a la muerte.

viernes, 17 de diciembre de 2021

PARA SIEMPRE

 


PARA SIEMPRE


Cuando me enteré de que mi primo había muerto
no lloré.
Hacía años que no nos veíamos
y no guardaba de él demasiados recuerdos felices.
Me lamenté, claro,
(siempre me lamento cuando alguien muere,
sobre todo si es joven)
pero no hubo una sola fractura
en las compuertas de mi mirada,
ningún gesto de humedad,
ni el más ligero titubeo.

La familia, dicen.
La sangre.
La familia no es más que una enorme casualidad,
monstruosa o dulce
(mi madre se enamoró del hermano de tu madre
y nada más;
fuiste una eventualidad en mi vida,
alguien que yo no elegí ni me eligió,
ni antes,
cuando se eligieron otros,
ni después,
cuando pudimos elegirnos).
La sangre no obliga ni inclina,
no es la Estrella Guía,
no define tu historia.
La sangre no enlaza
(¿cómo podría enlazar la sangre
a dos que se desconocen?;
Lazos de sangre” es una vieja novela de Sidney Sheldon,
y nada más,
nada más,
nada más).

Cuando me enteré de que mi primo había muerto
no lloré.
No quise. No pude. No supe.

Lloré, sí, una semana después.
Lloré mucho.
Lloré cuando comprendí
que otra pieza del rompecabezas de mi infancia
(ese rompecabezas que insisto en armar
a contrapelo de relojes y almanaques)
se había extraviado.
Sin sentido. Sin vuelta atrás. Sin remedio.
Sin que el mundo deje de girar por un segundo.
Para siempre.


Arte: AyyaSAP