Ahí está,
en un rincón,
hecha una bolita de silencio y miedo,
mientras mi cinco gatas la miran con curiosidad
y cierta desconfianza.
No es una cachorrita:
tiene alrededor de seis meses
No reconoce esta casa como propia.
No me reconoce como dueña,
aunque se deja tocar
y es bastante dócil.
Peach
Blossom.
Otro nombre rebuscado para una gata
a la que terminaré llamando Pichi, Pipi o Pi.
No vino de la calle:
Peach tenía dueña.
Una nena de no sé cuántos años
que hoy la buscará por todos los rincones
y no la encontrará,
porque su madre decidió que el juguete
había crecido demasiado
y que una Barbie
requiere
muchísimos menos cuidados que un gato.
Y que, salvo que sea la prima de Chucky,
no se va a poner a arañar los sillones
a las tres de la mañana.
¿Qué le dirán a esa nena?
¿Que la gatita se escapó?
¿Qué alguien la vio en la calle
y no tuvo mejor idea que llevársela?
¿Cuántas lágrimas derramará por Peach?
¿Cuándo la olvidará?
¿La olvidará alguna vez?
Sí, hay muchos animales en la calle
que nacieron en la calle.
Pero hay otros que no,
hay otros que fueron concebidos
por adultos mezquinos
como entretenimiento para sus hijos.
Y, cuando crecieron demasiado,
les abrieron la puerta y arrivederci.
Un gato criado en una casa
y empujado a la calle arbitrariamente
vive alrededor de cinco meses.
Nada más.
No aprendió las habilidades necesarias
para defenderse en un medio hostil.
Peach tuvo suerte:
la vi acurrucada en una vereda,
la alcé, la acaricié,
y, al rato, una mujer rubia
que me crucé en el supermercado
me dijo, sin atisbo de culpa:
“Te vi
alzar a la gatita. ¿La querés?
Si la
querés te le llevo mañana a tu casa.
Temprano,
para que la nena no se entere”.
Y acá está,
temprano, antes de que la nena se despierte.
Antes de que la nena llore.
Antes de que la nena sepa que su gatita
era un juguete que se estaba volviendo incómodo.
Me pregunto, mientras la miro,
asustada, recelosa,
quizás triste,
cómo podemos aspirar a un mundo mejor
si le enseñamos a nuestros hijos
que el amor es descartable.
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