LA MARY
Era de tardecita, me acuerdo.
Papá entró a la cocina, pálido,
y le dijo algo a mamá por lo bajo.
Mamá se puso a llorar
y dejó de revolver la olla
que tenía en el fuego.
Yo no pregunté nada
amparada en esa sabiduría infantil
que perdemos con los años:
hacernos bolitas de silencio,
desaparecer cuando en el mundo de los grandes
se instala el virus del dolor,
rodar hasta debajo de la cama
y confundirnos con su caos secreto,
ser una florcita más de tierra y pelusa.
Al otro día lo supe:
se había muerto la
Mary.
La Mary, que usaba vestidos baratos
y una colita en el pelo,
y tenía tres nenes chiquitos
y un marido que no conseguía trabajo.
¿Y ahora?
¿Y ahora qué va a hacer él
con tres nenes chiquitos
que hociquean los rincones
como perritos recién nacidos
buscando el olor de mamá?
¿Qué va a hacer
con ese plato de arroz que no llega?
Al otro día lo supe:
se había muerto la
Mary.
Lo que no supe fue cómo
ni por qué.
De esas cosas no se habla.
Y menos con florcitas de pelusa de seis años
que se atrincheran debajo de la cama
y no quieren salir,
porque no hay escoba que valga
cuando los grandes lloran
y todo es miedo.
Con el tiempo supe, sí.
Cuando crecí supe
cómo se había muerto la Mary.
A veces pienso en ella
e imagino que una hemorragia injusta
todavía fluye entre sus piernas de polvo.
Imagino alguno de sus vestidos baratos
manchado de terror y agonía.
En los que pienso seguido es en sus hijos:
a ellos los imagino llorando en un rincón del aula
mientras sus compañeritos tallan jabones
o se embadurnan los guardapolvos con témpera
mientras fabrican regalitos para el día de la madre
como parte de la currícula estúpida
de un puñado de maestras anestesiadas.
Llevando flores al cementerio
hasta que todo deja de tener sentido:
las flores, el cementerio,
el ejercicio de recordar a una madre borrosa
que conocieron apenas.
Hace poco le pregunté a mamá por la Mary.
Ella dice que no se acuerda.
Yo creo que sí,
que se acuerda,
pero no quiere hablar del tema.
Cuando corté el teléfono
rodé hasta debajo de mi cama.
Me costó entrar, claro.
Ya no tengo seis años.
Me costó ver que las pelusas ya no parecían flores.
Y estaban manchadas de indiferencia y sangre.
Arte: "Women face", Aatif Sayed
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