TRIGAL
DE AUVERS
Siempre
imaginé que el disparo
que divulgó
la muerte en el pecho de Van Gogh
había
brotado en uno de esos trigales
que
tanto le gustaba pintar.
Y que
los cuervos habían reventado en el cielo,
acobardados
por el escándalo de la desolación y la pólvora,
y
habían huido,
y
habían dejado en el trigal desierto
un
dorado monumento a la ausencia.
Siempre
me angustió el éxodo de los cuervos de Van Gogh.
Me angustian
los pájaros asustados.
Si Dios
existe,
si Dios
realmente existe,
está
deletreado con mano infantil
en el
paladar de los animales.
Cuervos
o palomas.
Serpientes
o gacelas.
Gusanos
o libélulas rutilantes.
Lo feo
que vemos en el ellos
(lo
malo, lo pérfido, lo imperfecto)
es,
simplemente, lo que nosotros proyectamos.
A mí me
gustan los cuervos.
Los
quiero de vuelta.
Hoy soy
un trigal de Auvers que se quedó solo
cuando
un mugido homicida
derribó
a algo hermoso y enfermo
que
tenía que morir.
Porque
todo tiene que morir
para
que comprendamos, por fin,
por qué
la vida es tan importante.
Todavía
soy dorada y cálida
pero
estoy vacía.
Y no
dejo de hacer ruido con mi dolor,
como si
disparara mil balas por segundo.
Braceo y
pataleao en mi contra
sin
saber nadar
y me
hundo cada vez más
en un
río que no comprendo.
Necesito
que el ruido se vaya.
Necesito
que los cuervos vuelvan.
Necesito
ser un trigal completo,
un
pequeño ecosistema perfecto donde no tengan cabida
ni los
números rojos de los agricultores,
ni la
mala prensa de las religiones,
ni los
despropósitos de los supersticiosos.
A mí me
gustan los cuervos.
Los
quiero de vuelta, sí.
Quiero
un bordado de lentejuelas negras
en la comisura
del sol
cuando
el cielo deje de hacer agua en mis ojos.
Yo creo
que a Van Gogh también le gustaban los cuervos.
Que
entendía que en ellos estaba Dios.
Y que
iban a volver al trigal,
una y
otra vez.
Pasara
lo que pasara.
Muriera
lo que muriera.
Todas
las veces que fuera necesario.
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