En uno de los
libros de lectura
de mis primeros
años de escuela
había un texto
cuyo protagonista
le robaba con
éxito unos cuantos duraznos al vecino.
Pero cuando los
estaba saboreando
y pensando con
alivio que nadie había sido testigo
de semejante
fechoría,
una voz
omnisciente,
mucho menos
simpática que la de Pepito Grillo,
le susurraba
con grandilocuencia en uno de sus oídos:
“Te ha visto Dios”.
Ok, está mal
robar,
aún los
duraznos del árbol del vecino,
pero el impacto
que ese texto tuvo en mi vida
fue devastador.
Cada vez que
hacía algo que no debía
(mentir, usarle
las cosas a mi hermana sin su permiso
o hacerle fuck you a mi mamá
cuando zanjaba una discusión dándome la espalda
y mascullando
su antidemocrático “porque lo digo yo”)
pensaba inmediatamente:
“Me ha visto Dios”.
Y me sentía tan
mal como si me hubiese zampado al hilo
media docena de
duraznos ajenos.
Medio verdes,
encima.
La primera vez
que me desnudé frente a un hombre pensé:
“Me está viendo Dios, maldito voyeur”.
A esta altura
tenía las
hormonas recalentadas
y estaba harta
de sentirme culpable
por unos
duraznos que yo no había robado.
Pero todavía me
suponía extrañamente observada,
en una especie
de paranoia mística
que ni siquiera
podía achacarle al catecismo.
Porque la voz
persecutoria,
la omnisciente
voz persecutoria,
estaba en el
libro de 2°.
¿Quién puede
ser tan perverso
como para
incluir semejante disparate
en un libro de
lectura de 2°?
Con los años
me convencí de
que Dios había dejado de mirarme
porque mi vida
era demasiado aburrida.
Tener sus pupilas sobre mí día y noche
era una total
pérdida de tiempo.
Con más años me
di cuenta de que sí,
de que Dios sí
me estaba mirando.
Me mira ahora
en los ojos
insistentes del perro que,
echado a mis
pies,
espera con paciencia
mientras cocino,
a ver si le
toca algo.
El asunto de los duraznos ya está
zanjado.
Ilustración: Libro de lectura para 2° "Despertar" de Beatriz Mosquera, Editorial Kapelusz (1969)
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