Toda
mi vida fui Pauline.
Pero
no la Pauline real,
que,
al fin y al cabo,
era
una heredera que quería conocer el mundo
y
vivir aventuras antes de casarse.
La Pauline que quedó en el imaginario
popular:
una damisela en apuros
atada
a las vías mientras el tren se le venía encima
o al
filo de una sierra circular que avanzaba peligrosamente
hacia
su cabecita dorada.
La damisela que necesitaba
un
hombre que viniera al rescate.
A
veces me excuso diciendo
que me
criaron para ser así.
Pero
eso no es del todo cierto:
mi
hermana nunca corrió
mis
imaginarios peligros hollywoodenses.
Ella
todavía llora
por mi
padre muerto hace cuarenta y cuatro años.
Yo no.
Mi
dolor no tomó el rumbo de las lágrimas.
Mi
duelo interminable fue buscar padres sustitutos.
Hombres
que me dijeran que todo estaba bien,
que no
me preocupara,
que no
había decisiones difíciles que tomar,
ni
cuentas impagas,
ni
trenes, ni sierras circulares.
Que
siguiera sonriendo.
Toda
mi vida fui Pauline.
No voy
a negar que eso tuvo algunos beneficios
(que
hoy en día juzgo un poco obscenos):
cada
vez que arrasaba una boutique
y
llegaba el resumen de la tarjeta de crédito,
me
lamentaba entre suspiros y llanto
frente
al novio de turno
y el caballero en cuestión
se hacía cargo del desmadre sin chistar.
Pero
también tuvo sus desventajas:
si no
me cuidan, no me cuido;
si no
me abrazan, no me duermo.
Me
convertí en una nena eterna.
Toda
mi vida fui Pauline,
pero
ya no quiero serlo.
Quiero
ser la Teniente Ripley
o Sarah Connor.
Pero
no sé ni por dónde empezar.
Quizás
un buen inicio sería
dejar
de ver tantas películas.
Y
salir a la vida.
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