CUATRO PAQUETITOS
Camina despacito, con su
trípode,
la espalda siempre arqueada
como si estuviera
reverenciando
a las rosas que octubre desperdigó
en su jardín.
Las piezas de un
rompecabezas de colores
que cambian de ubicación
a medida que sopla el viento.
Tiene el pelo blanco,
blanquísimo,
y los ojos cansados,
pero cuando lo miro
todavía lo veo como cuando
era joven,
con esos bigotes cómicos de
los ‘70
y una camisa de rayas
gruesas en tonos de verde y ocre
que terminó, como toda su
ropa,
limpiando la mesada de la
cocina.
El tío nunca tuvo un
repasador de verdad.
Siempre trapos, como la
abuela.
Escucha poco y habla bajito
(aunque mamá dice que le
grita,
y él se defiende de las
acusaciones
cuando me lleva al fondo
para mostrarme sus rosas,
“tu madre está muy nerviosa,
yo nunca le grito a nadie”).
Hablando bajito me dice
“te quiero mostrar dónde tengo la plata,
son cuatro paquetitos,
uno para cada uno,
te quiero mostrar por si la muerte;
hubiera querido juntar más,
pero no pude”.
A mí se me llenan los ojos
de lágrimas.
Por la delicadeza de hacer
cuatro paquetitos
y por si la muerte.
Porque tengo ganas de dar
el abrazo imposible
y lo único que hago es ser
la réferi incómoda
entre dos cabezas blancas
que se pelean,
una guerra de los Roses sin matrimonio,
cosas de hermanos.
Porque tengo ganas de
hacerme la tonta
pero no puedo dejar de
repetirme
va a pasar, en algún momento va a pasar.
Cuatro paquetitos.
La herencia del tío
solterón
para los cuatro sobrinos
que siguen vivos
(para el quinto son sus
rosas,
desde que tuvo la amarga
ocurrencia
de soltarle la mano a la
primavera).
“Hubiera querido juntar más”.
Se me llenan los ojos de
lágrimas
y me enojo.
Cuántas cosas no hiciste,
tío,
para poder juntarnos una
módica herencia.
Cuántos viajes no fueron.
Cuántos libros.
Cuántos pucheros en “El Globo”.
Nada de paquetitos. Nada.
Cuando uno se va
lo único que uno debería
dejar son deudas.
Y que se arreglen los que
quedan.
Si pueden.
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