viernes, 16 de octubre de 2020

ANA

ANA

 

Era linda.

Como tantas otras chicas del barrio que eran lindas

y fosforecían en las veredas

con su luz apretada y reventona

como la de los claveles que las viudas

llevaban al cementerio, lloviera o tronara,

cada domingo.

 

Era linda.

No recuerdo el color de sus ojos

pero sí sus piernas eternas,

sus rodillas elegantes,

cada uno de los diez dedos que descubría

cuando se calzaba las sandalias con plataforma,

esas que yo añoraba

desde la candidez de mis seis años

y la intuición, nada fallida,

de que la altura no iba a ser uno de mis fuertes.

 

Era linda.

Como tantas otras chicas del barrio que eran lindas

y soñaban con su humilde porción de felicidad:

casarse o ser maestras.

Pero ella soñaba otra cosa:

quería ser Miss Argentina.

No se conformaba con ser la reina del club de la otra cuadra.

No se conformaba con ser una beldad anónima.

No se conformaba con ninguna otra corona

que no fuera la de Miss Argentina.

Sin embargo,

se presentaba en todos los concursos de belleza que aparecían.

Y se preparaba para ganar:

ayuno y purgas,

ayuno y purgas,

golpes al estómago,

patadas a los intestinos,

odio a cualquier redondez femenina

que no encajara en un parámetro perverso,

maltrato sistemático a un cuerpo

al que no le alcanzaba ser cuerpo

para ser perfecto.

 

Ana nunca llegó a ser Miss Argentina.

Ni siquiera llegó a competir en el mentado concurso.

Pasó frente al ojo avizor de Jean Cartier

sin pena ni gloria.

Pretendientes no le habrán faltado

pero ella prefirió acostarse

con la ilusión de la corona que la obsesionaba,

del ramo de flores,

de la estúpida banda que la distinguiría

como la más linda de todas.

 

Cuando los años la obligaron

a renunciar a sus aspiraciones de Miss

ya se había acostumbrado a no comer.

 

El día que se la llevaron para internarla

fue la última vez que se la vio en el barrio.

 


 

 

Arte: "Desires",  Sarah Ann Ashbaugh

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