miércoles, 31 de marzo de 2021

SI UN PERRO


 SI UN PERRO


Dicen que los perros callejeros saben
cuándo dejar de seguirte.
Sin embargo,
si un perro me sigue,
cruzo los dedos para que no lo sepa.
Para que persista colgado de mis pasos
hasta la puerta de mi casa.
Si llega hasta la puerta
no tengo excusa para no dejarlo entrar.


Si un perro entra en tu casa
es como si entrara Dios.
Como si la vecina más vieja del barrio
te dejara un santito itinerante
para que lo cuides un día,
y le prometas, y le ruegues,
antes de pasárselo a la que vive al lado.
Como si el santito bendijera
cada rincón de tu rutina.


Cuando era chica y pretendían asustarme
con el viejo de la bolsa y su escolta de perros,
yo pensaba, como casi siempre,
que los adultos eran ridículos y un poco ignorantes.
¿Quién podía tenerle miedo
a ese barrilete solitario
que se remontaba al misterio
con una cola de animales multicolores?
¿Quién podía tenerle miedo,
si los perros hociqueaban sus manos,
las lamían,
se enredaban en sus dedos
como guirnaldas de una fiesta secreta
a la que la gente formal y aburrida
no había sido invitada?
Y nunca dejaban de seguirlo,
nunca soltaban el olfato
detrás de un plato de hambre,
ni salían a girar, hipnotizados,
al compás de las ruedas de cualquier bicicleta.


Si un perro entra en tu casa
(si un perro te elige
y te sigue hasta tu casa)
es como si te eligiera Dios.
Porque si estás roto
el perro sabe juntar tus pedacitos
y rearmarte a puro lengüetazo.
Porque no hay más que sabiduría
en los ojos de un perro.
Porque los santitos que traen las vecinas
nunca te miran con tanta verdad
como te mira un perro.


Si fuera más buena (pienso),
si no hubiese envejecido tanto,
si me hubieran invitado a la fiesta de los libres,
y no pagara impuestos,
y no pidiera ni perdón ni permiso,
ningún perro sabría
cuándo dejar de seguirme.
Y yo no tendría excusas
(ni una sola estúpida excusa)
para no dejarlos entrar en mi casa.


jueves, 25 de marzo de 2021

miércoles, 24 de marzo de 2021

EL SILENCIO ES SALUD


 EL SILENCIO ES SALUD




“El silencio es salud”.

Eso me enseñaban en la escuela.

Escribía ese eslogan una y otra vez

y hasta hacía dibujos para que fuese más digerible.

Personitas en una plaza.

Personitas en un parque de diversiones.

Personitas tomadas de la mano.

Mudas.

No podían decir “te quiero”,

ni “me duele”,

ni preguntar “por qué”.



“El silencio es salud”.

Pero a ellos no les gustaba el silencio.

Les gustaban los gemidos, los aullidos, los llantos.

El silencio era salud para nosotros,

que teníamos que callarnos

cuando ladraban los perros,

cuando arreciaban los gritos,

cuando se llevaban de los pelos a la chica de al lado

(“Pero la chica, ¿no miraba la telenovela?

¿No iba a comprar el pan?

¿No jugaba con su hijo como mamá juega conmigo?

¿La chica era mala?

¿La chica nos iba a matar a todos?”

“Callate, nena, callate,

y seguí cortando papelitos,

mirá que Argentina le gana a Holanda

y hay que tirar muchos papelitos…

Callate que  sí,

que nos van a matar a todos.”)



“El silencio es salud”.

¿Cuánto silencio significó en mi vida

crecer entre personitas mudas

y chicas muertas?



Ahora grito lo más alto que puedo.



Creo que jamás estuve tan sana.




lunes, 22 de marzo de 2021

LA OTRA ABUELA II


  LA OTRA ABUELA II


Envejezco
y me miro al espejo
buscando el rostro de mi madre.
Un gesto, una arruga,
una puntada de cansancio debajo de los ojos,
algo que acerque mis rasgos a sus rasgos.
Pero no.
No me parezco a mi madre.
Me parezco a mi abuela.

Mi abuela y yo no nos quisimos demasiado.
Nunca me perdonó no ser la primogénita,
ni el tan ansiado varoncito.
Nunca me perdonó que haya tenido un hijo
por fuera del cotillón de la iglesia y los juzgados.
Nunca le perdoné esos minúsculos desplantes
que pasarían desapercibidos
para un ojo menos feroz que el de la infancia.
El constante recordatorio de que yo no era
ni la más linda, ni la más alta, ni la más aplicada.
El suponer que, por ser chiquita,
no necesitaba ropa nueva para una fiesta
(no era chiquita, abuela, tenía doce años
y también quería un pantalón de raso,
una estrellita brillante en la mejilla,
mirar a los chicos entre risitas mientras sonaban
We are family” o “Boogie Wonderland”).
Nunca le perdoné que no me dejara tocar jamás
los juguetes de mi padre
(el mecano, las figuritas,
como si él continuara un poco vivo en los objetos
y no en mi risa y en la de mis hermanos).
Nunca le perdoné que no le regalara a mi hijo
ni siquiera un par de escarpines.

Pero me parezco a mi abuela
y pienso mucho en ella.
Y pienso que,
aunque no me perdonó nunca,
 debería perdonarla.
Debería, debería.
Debería.

Y en eso estoy, hace años:
buscando un recuerdo que nos redima.
Buscando un punto de apoyo
(un punto de luz)
para mover mi perdón
desde el deber hasta el deseo.


Arte: "Aunty", Lee Byford-Daynes

jueves, 18 de marzo de 2021

PARA SIEMPRE

 

PARA SIEMPRE

Cuando me enteré de que mi primo había muerto
no lloré.
Hacía años que no nos veíamos
y no guardaba de él demasiados recuerdos felices.
Me lamenté, claro,
(siempre me lamento cuando alguien muere,
sobre todo si es joven)
pero no hubo una sola fractura
en las compuertas de mi mirada,
ningún gesto de humedad,
ni el más ligero titubeo.

La familia, dicen.
La sangre.
La familia no es más que una enorme casualidad,
monstruosa o dulce
(mi madre se enamoró del hermano de tu madre
y nada más;
fuiste una eventualidad en mi vida,
alguien que yo no elegí ni me eligió,
ni antes,
cuando se eligieron otros,
ni después,
cuando pudimos elegirnos).
La sangre no obliga ni inclina,
no es la Estrella Guía,
no define tu historia.
La sangre no enlaza
(¿cómo podría enlazar la sangre
a dos que se desconocen?;
Lazos de sangre” es una vieja novela de Sidney Sheldon,
y nada más,
nada más,
nada más).

Cuando me enteré de que mi primo había muerto
no lloré.
No quise. No pude. No supe.

Lloré, sí, una semana después.
Lloré mucho.
Lloré cuando comprendí
que otra pieza del rompecabezas de mi infancia
(ese rompecabezas que insisto en armar
a contrapelo de relojes y almanaques)
se había extraviado.
Sin sentido. Sin vuelta atrás. Sin remedio.
Sin que el mundo deje de girar por un segundo.
Para siempre.