domingo, 29 de noviembre de 2020

NO ALCANZA


 NO ALCANZA

 

Nunca estaba dormida cuando me dabas un beso

antes de irte a la oficina.

Por eso sé exactamente cuando dejaste de hacerlo.

La primera vez  que el beso no fue,

supuse que había sido un olvido, algo involuntario,

una preocupación que te había forzado

a saltearte el ritual matutino de tus labios rozándome.

Después me di cuenta de que no,

de que el ritual había sido revocado.

 

Nunca supe exactamente cuándo dejaste de desearme,

pero recuerdo con claridad el momento en que lo noté

y supe que mi desnudez ya no era un carnaval en tus ojos,

que se había abolido el papel picado y empezaba la cuaresma

(tal vez ese fue también el día que dejaste de amarme,

y la vida recíproca se convirtió

en vermouth con papas fritas y Netflix).

 

No sé, te juro que no sé, cuándo empezaste a mentirme.

Pero sé que me mentiste durante mucho tiempo.

Y no hablo de infidelidades, porque las infidelidades son,

al fin y al cabo, accidentes del cuerpo.

Hablo de esas otras mentiras que me hicieron darme cuenta

de que yo no ocupaba en tu vida el lugar que pretendía,

que no éramos pares, que no había un nosotros.

 

Quizás ahora, cuando me despido a medias,

cuando me quedo y me voy,

(I don’t like you but I love you)

debería confesarte que yo también te mentí:

nadie abandonó a Tiger Lily en nuestro jardín.

La vi en el alfeizar de una ventana del barrio

y la acaricié, como hago con todos los gatos.

Si te gusta, te la podés llevar”,

me dijo una chica de pelo negro y tatuajes.

Y la vi tan indefensa, con su heterocromía lacrimosa,

su colita quebrada, su extrema delgadez,

en manos de alguien que la regalaba así,

tan displicentemente, como si fuera un objeto,

como si ningún lazo de afecto  la uniera a ella,

que dije, sin pensarlo: “Me la llevo”.

E inventé lo del abandono en el jardín

para que acogerla en nuestra casa

fuera inevitable.

 

Nunca estaba dormida cuando me dabas un beso

antes de irte a la oficina.

No estoy dormida ahora, aunque las pastillas

insistan en ralentizar mi lengua

y deje mis ojos colgados en un punto fijo,

mientras el perro, echado a mis pies,

me mira y mueve la cola

como una sincera y torpe forma de consuelo.

 

Me querés. Ya sé que me querés.

Pero no me alcanza.



Arte: Eric Hibbeler

jueves, 26 de noviembre de 2020

GRACIAS, "PARA QUE PRENDA DE GAJO"!


 

DE SUEÑOS


 DE SUEÑOS

 

“A mí el Diego me hacía feliz”,

me dice el repositor del supermercado chino.

Tiene algunos años menos que yo

y renguea.

“Cuando yo era chico

la pasaba mal en mi casa.

Mi viejo la fajaba mucho a mi mamá.

Y yo no quería estar ahí. No quería.

Entonces  me iba al potrero

a correr detrás de la pelota,

y repetía 'la lleva el Diego,

la lleva el Diego,

la lleva el Diego'.

A mí el Diego me hacía soñar”.

 

Yo lo miro en su tristeza

y veo al pibito rengo

corriendo, como podía,

detrás de la pelota,

corriendo, como podía,

para alejarse de la violencia,

soñando que era él

y que se daba vuelta la taba,

pero para bien,

esta vez para bien,

y la vida cantaba revancha.

 

“A mí el Diego me hacía feliz”,

me dice,

y entiendo que el amor a los ídolos,

irracional, como todos los grandes amores,

está hecho de pequeñas historias.

De un pibito que corre en el potrero

y gambetea el dolor,

alentado por las voces del viento.

De una pibita que casi levita

cuando escucha la trompeta de “Penny Lane”

y concibe al verano como un milagro interminable.

De ilusiones que con el tiempo

van mutando en nostalgia,

en evocación,

y, cada tanto,

cuando estamos demasiado rotos

y pedimos gancho,

nos devuelven a la ingenuidad

de una tarde enero en la terraza y la radio,

o a la emoción de ese día de 1986 frente a la tele,

la familia entera,

el corazón en la boca y la boca en el grito.

 

“A mí el Diego me hacía soñar”,

me dice,

y un poco llora.

“A todos nos hizo soñar alguna vez”,

le digo yo, a modo de torpe consuelo.

Y no pienso pobre Diego.

Pienso pobre el que no entiende de sueños.

Pobre.


miércoles, 25 de noviembre de 2020

"PARA QUE PRENDA DE GAJO"


 

IRSE


 IRSE

 

Aquel novio que tuve,

el que murió a los veintidós,

decía que los objetos

no tenían durar más que las personas.

Por eso, después de cada uno de nuestros brindis,

rompía las copas con una feroz alegría adolescente

que a mí me indignaba.

No eran cristales de Bohemia, claro.

Pero eran copas lindas.

(Él ni siquiera habrá imaginado

la cantidad de cosas fútiles

que iban a sobrevivirlo:

platos, tazas, portarretratos,

recuerdos de las vacaciones en Mar de Ajó).

 

Yo pienso que las personas no deberíamos durar

más que el amor.

Que deberíamos irnos antes de que desnudarse

se convierta en un acto mecánico,

como barrer la cocina o darle de comer al perro.

Antes de que nuestra desnudez

deje ser en los ojos del otro

un salto de resplandor,

la declaración de guerra de un faro rebelde

que ilumina

el camino a seguir para que los cuerpos se estrellen

contra la tormenta del deseo.

 

Yo creo que deberíamos irnos

antes de que se apolillen los confites.



Arte: Erica Calardo

lunes, 23 de noviembre de 2020

LA FAMOSA POETA MUERTA

 

LA FAMOSA POETA MUERTA

 

A veces fantaseo

con convertirme en una famosa poeta muerta

y tener un séquito de viudas y viudos

que lloren en mi funeral cada año,

y me escriban poemas homenajeándome,

retratándome como a una criatura sobrenatural

que jamás lavaba los platos

ni ponía cara de fastidio en la cola del supermercado.

¿Platos, supermercado?

Esas cosas ni siquiera me rozarían.

Sería una santa pagana alimentada sólo de palabras,

de bellas palabras,

de palabras y aire.

 

Entonces,

todo el mundo querría hurgar en mis papeles personales

(convenientemente guardados bajo siete llaves

en la Universidad de Palo Alto)

en mis cartas,  en mis diarios.

Y reeditarían mi obra completa una y otra vez,

para que mi séquito de viudos y viudas crezca cada año

y cuando tengan que elegir entre venerar a Jim Morrison o a mí

me elijan a mí.

 

Pero no.

Ya soy demasiado vieja para morirme joven

y eso del suicidio no se me da bien.

Mis diez kilos de más

atentan contra el modelito lánguido y sufriente

de la poeta que se alimentaba sólo de palabras y aire

y la pasó peor que cualquier otra poeta en el mundo.

Y tampoco escribo tan bien.

 

A veces fantaseo con que soy la famosa poeta muerta

y alguien encuentra,

hurgando en mis papeles,

un documento inédito que echa luz

sobre mi vida de santa pagana.

 

Cruzo los dedos para que sea la carta de un amante

y no la lista del supermercado.


Arte: "John Everett Millais: Ophelia" – Vera's doll stories

sábado, 21 de noviembre de 2020

CINCO PASTILLITAS


 CINCO PASTILLITAS

 

Ahí están,

en mi mesa de luz.

Cinco pastillitas que tengo que tomar

para ser feliz

(o, por lo menos, para no preocupar a mamá,

que ya tiene bastante con lo suyo;

para no irme en lágrimas

por el desagüe del desesperanza;

para no alucinar con complots

y ver hampones de chaquetas amarillas

estratégicamente instalados

en los rincones donde las arañas

tejen sus misterios,

como si la enfermedad fuese

otro best seller de Stephen King).

Si no tomo las cinco pastillitas

me pongo paranoica

(El Gran Hermano te vigila).

O triste, o furiosa.

Tomarlas me hace tan feliz

como quien vive sin darse cuenta:

el jazmín paraguayo que insiste en florecer,

el perro, las gatas,

las dos cucarachas con las que me topé

al prender la luz de madrugada

y no quise matar,

porque, total, no le hacen mal a nadie.

Les di ventaja para que se escaparan,

aerosol sin pronunciarse en mano,

y sus patitas veloces

las hicieron desaparecer en un segundo,

irse a ese lugar que está y no vemos,

ese otro mundo pequeño que bulle

entre la pared y el mueble de cocina.

Se aferran a la vida más que yo”, pensé.

No puede ser que las cucarachas

se aferren a la vida más que yo”.

  

Cinco pastillitas en la mesa de luz.

Me las tomo sin chistar.

Y antes de fundirme en negro

soy Scarlett O’Hara,

toda miriñaque de desnudez,

toda ojos subyugando

una cámara imaginaria.

Repitiendo, como un mantra obstinado:

“Después de todo, mañana será otro día”.


jueves, 19 de noviembre de 2020

EL VIEJO

  EL VIEJO

 

Sí, era el padre de mi padre,

pero a sus espaldas le decíamos el viejo.

Estábamos hartos de que nos hiciera callar,

de que hiciera callar a la abuela.

De que tratara a mamá como a una loca

(una cabaretera que nos iba a llevar por el camino sin retorno

de la lentejuela y el vicio

o una enferma psiquiátrica sin remedio,

según como soplara el viento).

Odiábamos sus ensaladas de naranja y huevo.

Odiábamos a la pobre Estela Raval

porque alguna vez había dicho

que era una hermosa mujer.

Odiábamos que durmiera la siesta en la cocina,

almohadón en mesa,

teniendo una cama a pocos metros,

e impusiera la tiranía del silencio

a la hora de la telenovela.

Jamás le perdonamos que se fuera detrás de cualquier pollera,

y mi abuela tuviera que salir a vender leche en el carro,

de madrugada,

con su hijo de cinco años manipulando los tarros,

los deditos ateridos de frío.

Cuando el viejo se cansaba de la amante de turno, volvía.

A veces, hasta con una venérea encima.

Y ella bajaba los ojos y le abría la puerta.

 

Yo le guardaba especial rencor

porque no era el abuelito Luis.

No era sus cuentos,

su tortuguita con pata de palo,

sus recitados camperos.

Y le guardaba más rencor aún

porque el día que papá murió

había discutido con él

y me tocó presenciar, por casualidad,

parte de ese intercambio hostil,

que nunca pude dejar de asociar

con su partida prematura.

 

El viejo.

Mujeriego, jugador y mandamás.

Lo curioso es que cada vez que hablé con alguien

que lo había tratado fuera del ámbito hogareño

me lo pintó lleno de virtudes:

servicial, generoso, bienhumorado.

Yo no podía creer que esa catarata de halagos aludiera

al padre de mi padre.

¿Era Dr. Jeckil y la domesticidad lo convertía en Mr. Hyde?

¿O era sólo un simulador más,

de esos que le muestran una cara amable al mundo

y torturan a su familia sin culpa?

 

El viejo.

Lolo era su apodo. Manuel, su nombre.

El mismo que le puse a mi hijo

después de meses de cavilaciones

y hormonas alteradas.

Me daba un poco de miedo que el chico cargara

con el nombre del tipo que me dijo,

a los quince años,

que flaca y petisa como era

no iba a conseguir ni medio novio.

Pero me gustaba el nombre, me gustaba mucho.

Y cuando tuve a mi bebé en brazos

pensé en Julieta y me dije “¿Qué hay en un nombre?

La rosa seguiría siendo rosa…”

y etc., etc., etc.

Shakespeare al rescate.

 

El viejo.

No hay un solo recuerdo que lo salve.

Pero sin él mi padre no hubiera sido.

Y yo no estaría hoy acá

escribiendo

cuánto me hubiese gustado

tener un abuelo.



Arte: "Old man and his pipe",  S. Wong


martes, 17 de noviembre de 2020

LA LOCA EMA


 
LA LOCA EMA

 

Salía a la calle con una bombacha en la cabeza

y los chicos del barrio nos desternillábamos de risa.

Ni siquiera la infancia

(esa estampita de pureza idealizada que compramos

en alguna feria entre mística y pagana

instalada frente a la catedral de la vida)

se salva de la fina cuota de crueldad

que atraviesa todo lo humano.

Estaba siempre rodeada de perros flacos

y revolvía incansablemente la basura de los vecinos

buscando algo que había perdido hacía años

y  jamás encontraba.

“La cordura”, opinábamos con desdén.

Porque estaba loca, claro.

Era la loca Ema.

 

Si estás loca te siguen los perros de la calle

o atiborrás tu casa de gatos maltrechos

(y si hay alguno tuerto lo llamás Plutón,

como el del cuento de Poe).

Si estás cuerda comprás un animal de raza

y no tocás a los de la calle

por si muerden,

por si están demasiado sucios,

por si están enfermos.

Si estás loca buscás en la basura de los otros

eso que te partió la vida en dos,

la porción de torta que no te tocó,

la llave que te cerró la garganta

y te dejó con el grito adentro

para que se pudra y te pudra,

y te convierta en el hazmerreír del barrio,

la desquiciada que sale a la calle

con una bombacha en la cabeza.

 

Yo no sé qué buscaba la loca Ema.

Lo único que sé es que estaba sola,

siempre sola.

Y que los perros orbitaban a su alrededor

como si esa mujer fuera el sol y ellos

planetas de costillas descalzas

subyugados por la inapelable ley de gravedad.

 

Yo no sé quién era en realidad la loca Ema.

 

Por ahí era el sol,

de verdad era el sol.

 

Y nosotros,

de puro normalitos,

no nos dábamos cuenta.