martes, 28 de junio de 2022

ENFERMA

ENFERMA

  

Ella rompe 

media docena de huevos. 

Se asoma a la ventana. 

Mira la vereda gris con afán de suicidio. 

Pero el cielo es azul y hay que batir los huevos. 

Hay que tostar el pan, 

exprimir las naranjas. 

Los chicos tienen hambre.

 Los chicos siempre tienen hambre. 

Ella no entiende bien esta gula infantil: 

un puñado de flores masticado a desgano 

le basta a su organismo 

para vivir mil días. 

Su estómago es pequeño: 

apenas unas flores 

y ya siente el hastío. 

 

Ella hierve leche, 

prepara café, 

dispone la vajilla, 

acomoda su pena en un mantel floreado. 

Los chicos tienen hambre 

y ella entiende que el mundo 

es un lugar hostil, 

una  prisión fundada con gestos habituales: 

ponerse los zapatos, 

hojear una revista, 

abrazar a sus hijos, 

desnudarse en la noche para nadie. 

 

Ella busca en el horno 

el pan misericorde 

que la lleve a la ausencia. 

Deja una breve nota 

junto a las tazas sucias: 

Es invierno. En primavera 

también estaba enferma.”




Arte: Tom Sullivan 

domingo, 26 de junio de 2022

LAS BOCAS


 LAS BOCAS  



Algunas fotos del casamiento de mis padres quedan.

Se vienen salvando

de los ataques de nervios almodoravarianos de mamá

y sus ínfulas destructivas.

Algunas fotos quedan.

Él, tan buen mozo,

con el pelo corto y crespo peinado para atrás.

Ella, bellísima,

con una cara digna de la tapa de la Radiolandia

y una boca que se perdió en el camino.

Porque esa no es la boca de mi mamá:

esa boca que vibra

porque adivina el beso,

no es la boca refunfuñante de una anciana

que quiere romper fotos

porque se va a morir.

Como si las fotos rotas

hicieran más dulce el trance inevitable.

Como si romperlas fuera soltar para siempre

la historia de la chica bonita que trabajaba en la tienda

y el morocho entrador que manejaba un colectivo,

la historia de su primera mirada,

de la primera vez que se juraron el cuerpo

(antes de estas fotos de casamiento, pienso,

y sonrío,

bravo papá, bravo mamá,

había poco tiempo,

para qué esperar).

 

De esa historia quedaron tantas cosas.

Pero se perdieron las bocas.

La de mi padre

en un estertor de raíces prematuras,

allá por los ’70.

La de mi madre

en la viudez  que hizo trastabillar sus labios,

antes de que un puñado de tierra amarga

arrojado sobre el beso imposible

la escondiera para siempre.


Arte: Roselin Estephanía

miércoles, 22 de junio de 2022

LA ABUELA AMELIA


 LA ABUELA AMELIA

 

Cuando mi abuela murió yo tenía dieciocho años.

Había pasado gran parte de mi vida viviendo en su casa

y gran parte de mi infancia durmiendo en su cama,

esa cama donde la ausencia del abuelo

(que había muerto en la quinta, así, de golpe,

derribándose como una torre de carne antigua

entre las radichetas y los tomates)

había dejado un agujero que yo apenas podía cubrir

con mi pijamita de la Pantera Rosa.

Dormir con la abuela tenía sus desventajas:

nuestros pesos tan disímiles desbalanceaban el colchón

y yo rodaba en sueños hasta su espalda

y amanecía pegada a ella, hecha una bolita incómoda.

No podía quedarme viendo televisión hasta más tarde,

como mis hermanos.

No podía quedarme leyendo,

porque la luz se apagaba temprano.

Pero también tenía sus cosas maravillosas.

Me dormía escuchando en la radio

una cancioncita que en mi cabeza, siempre pajarera,

aludía a algún suceso sobrenatural y magnífico:

“La danza de la fortuna como ninguna llega hacia usted,

llevándole hasta su casa música, suerte, vida y amor…”

Un segundo antes de que mis ojos niños cayeran

en la madriguera del sueño,

yo veía a la Fortuna danzando.

Era rubia y hermosa,

y llevaba flores en la cabeza,

y una túnica blanca.

La desilusión que sentí cuando me enteré

de que no había chica rubia con tocado floral

y la cosa venía por el lado de la quiniela,

fue comparable a la desazón que me embargó

al descubrir la dulce estafa de los Reyes Magos.

 

Cuando mi abuela murió yo tenía dieciocho años.

Lloré, claro que lloré.

Amaba a esa mujer hosca y casi ciega

que jamás me contó un cuento

pero me habló cientos de veces

de su pueblo asturiano,

del barco que la había traído de España,

una flor arrancada de un jardín frente al mar

y puesta, como al descuido,

en el jarrón gris de un barrio suburbano.

Una flor áspera, sí, pero flor al fin.

Amaba a esa mujer que no sonreía nunca

y sólo una vez vi llorar:

sentada al lado del cajón de su marido,

antes de que una voz de película de terror

pidiera, por favor, que los deudos se retiraran,

porque había que cerrar el ataúd,

y la cara del abuelo nunca más.

 

Lloré, claro que lloré.

Pero también sentí una especie de alivio.

Ver sufrir a las personas que se ama,

verlas convertirse en papelitos de fumar morfina y cáncer,

es devastador. A los dieciocho años o a los mil.

Y nos da el privilegio atroz de resignarnos

aún antes de soltarles las manos.

 

Cuando mi abuela empezó a hacerse realmente vieja

(aunque para mí era vieja desde siempre,

y España quedaba a mil años luz,

y todo lo que ella me contaba había pasado

en el tiempo de ñaupa)

se deshizo de sus papeles personales

y de la mayoría de sus fotos.

"Les estoy ahorrando trabajo", dijo.

Estaba cansada de ver en la basura

brindis de novios y sonrisas en blanco y negro

que jamás se habían imaginado terminar así,

atrapados en una bolsita de plástico

en medio de un revoltijo indiferente de cáscaras de papas,

yerba usada y papel de diario para envolver los huevos.

“Mis cosas las tiro yo”, dijo.

Y las tiró. Porque siempre hacía lo que quería.

 

Cuando mi abuela murió yo tenía dieciocho años.

Heredé muy poco de ella: mis rasgos tiran más

para el lado de la familia paterna.

Pero cada vez que la coquetería

me empuja al supermercado sin anteojos

y vuelvo a mi casa con yogures vencidos

pienso que, quizás,

me legó la maldición de sus ojos cegatones.

No tengo un ápice de su carácter:

soy dócil y sonrío mucho, casi demasiado.

Lo que me dejó, sí, fue su miedo a las tormentas.

Y un abanico pintado a mano que me regaló una tarde

cuando el Diablo fue barman y el cielo,

un cóctel amenazante de truenos y relámpagos.

Esa tarde nos dábamos valor una a la otra.

Y yo tuve mi premio por cruzar los dedos fuerte, fuerte,

para que la tormenta parara.


lunes, 20 de junio de 2022

EN MEDIO DE UNA CHARLA TRIVIAL


 EN MEDIO DE UNA CHARLA TRIVIAL



Después de tanto tiempo otra vez estás acá.

Apareciste

en medio de una charla trivial.

-Vos vivías cerca de la casa del Gallego.

-Sí, yo estaba enamorada de él cuando tenía dieciséis años...

-Ya hace treinta que murió.

-¿Tanto?


Yo estaba enamorada, sí,

aunque no te conocía.

No sabía

nada más que tu cara de rosa de los vientos,

tu cara brújula para navegar mi insomnio.

Era un cachorrito ciego con hambre de piel

y vos te escurrías entre las tablas

de mi guardapolvo blanco,

un  gemido sin nombre,

un caramelo de fuego

degustado a espaldas de mamá y sus sermones.

Me tocaba para tocarte.

Me inventé un cuerpo

para adivinar el tuyo.


No te conocía pero amaba en vos

todo lo que estaba por venir:

la bandera del beso plantada en mis palabras

para hacer el poema del silencio,

los piernas gravitando como planetas dulces

en torno a una espalda y su dominio,

la saliva, el sudor,

los carnavales respirados a dúo. 

Amaba en vos también lo que no fue.

La mano de la vida

bajándole un bretel a la alegría.

Y ese hombro desnudo.


Después de tanto tiempo otra vez estás acá.

Apareciste

en medio de una charla trivial.

No hubiéramos llegado a nada:

renegabas de las chicas complicadas. 

Pero qué bello eras.

Y qué bella era yo.


Qué bella. 




sábado, 18 de junio de 2022

EL GIGANTE CON PIES DE AZÚCAR


 EL GIGANTE CON PIES DE AZÚCAR

 

Aquel día

yo estaba jugando en la vereda de la Karina Bardón,

la nena que vivía al lado.

Un auto desconocido estacionó

en el frente de mi casa

y al ratito, nomás, mamá salió

y se subió, llorando, al auto misterioso.

Había muerto el abuelo.

El abuelito Luis.

El gigante con pies de azúcar

había sido derribado en su quinta,

entre los tomates, las radichetas

y las plantitas de orégano

que perfumaban cada día de la infancia.

El gigante con pies de azúcar se había ido

con los cuentos a otra parte.

 

Yo tenía cuatro años,

pero lo recuerdo nítidamente.

Y lo que más nítidamente recuerdo

es su alegría.

En una familia de melancólicos

el abuelo desentonaba.

Y ese contento de violín desafinado,

esa desvergüenza de soltar la risa,

era lo que más amaba en él.

El abuelo no se daba por vencido.

No cedía ante la paleta monocromática

con la que la abuela

insistía en pintar la vida.

Todo un héroe poniéndole color

con sus tomates y sus aires de acordeón,

a la suma, siempre errada,

de sus recíprocos días en blanco y negro.

 

El abuelito Luis contaba cuentos.

Recitaba poemas camperos,

no exentos de picardía.

Le gustaba Ramona Galarza

y, todavía, cuando la escucho,

algo del Paraná me moja los ojos.

Cientos de veces me pregunté

cómo terminó un gigante con pies de azúcar

y corazón de chamamé

casado con una asturiana adusta

que jamás le regaló un paso de baile.

Cientos de veces se me escapó la respuesta

como una panambí morotí de vuelo ondulante.

 

Solamente cuatro años

tuve a un abuelo que me alzaba

y me regalaba al aire,

como si fuera un barrilete.

Sin embargo, puedo cantar “La vestido celeste”

o “AhMi Corrientes Porá

de punta a punta.

Y recitar ese cuentito que empieza

Vamos al baile, dijo el fraile”

sin equivocarme una sola vez.

Esa es la herencia que me dejó mi abuelo.

 

Ojalá hubiera vivido muchos años más

para enseñarme

su sencilla manera de ser feliz. 



Arte: "El abuelo y la nieta", Mónica Caruncho Fontela