domingo, 30 de agosto de 2020

LA LINDA



LA LINDA

Era linda, sí.
No la más linda del barrio
pero sí lo suficientemente linda
como para que se dieran vuelta en la calle
a mirarme
o me dijeran algún piropo
cuando volvía de la escuela.
Hoy en día esas cosas me parecen un horror
pero en ese entonces resultaban naturales.
¿Cómo no iban a ser naturales
si en la publicidad del desodorante de moda
un perfecto desconocido le regalaba un ramo de flores a una chica
porque sí,
porque olía bien,
porque era linda?

Era linda, sí.
Pero, además, era joven.
Estaba acostumbrada a sentirme orgullosa
cuando un pibe con el  que jamás iba a salir
reclamaba mi afecto todas las semanas.
El romántico que no se daba por vencido.
La gota que horadaba la piedra.
Estaba acostumbrada a sentirme avergonzada o culpable
si alguien me decía puta porque usaba la pollera demasiado corta.
Me criaron mi mamá,
los libros de texto de la escuela primaria,
la televisión, las revistas femeninas.
Lo que se esperaba de mí era bastante claro.
Ser linda,
ir por el mundo adornando la vida de los demás.
Pasados los veinte
(pero no tan pasados,
no fuera cosa de que el tiempo me jugara una mala pasada
y me marcara con la letra escarlata
de la soltería eterna)
buscar un chico lindo (un buen proveedor),
casarme, y dejar de ser la linda para mutar
en esposa y madre solícita.
Cortarme el pelo, claro,
pero no engordar un gramo.
Porque cuando fuera mi hija
la que se convirtiera en la linda
yo iba ser su espejo de futuro
(si querés saber cómo va a ser una mujer cuando los años pasen factura
mirá a su mamá:
quedate con la que tiene una madre que no engordó,
que sirve la mesa y lava los platos sonriendo,
que nunca se dio la cabeza contra la pared,
por lo menos en público).

Era linda, sí.
No la más linda del barrio
pero sí lo suficientemente linda
como para creer que la belleza
era lo mejor que tenía.
Porque a las lindas los desconocidos les regalaban flores.
O chocolates.
O latitas de Coca Cola.
Porque las lindas eran
las que hacían girar el mundo.
Me habían envenenado
la televisión,
las revistas femeninas,
las publicidades.
Los patovicas parados en la puerta de los boliches
que te miraban de arriba abajo y sentenciaban
vos entrás, vos no, vos sí, vos no, vos no.
Me habían envenenado, como a todas.

Hace años que me jacto de haber encontrado el antídoto.
Sin embargo,
hace años también,
que hago el amor con la luz apagada
y me ducho con los ojos cerrados.






viernes, 28 de agosto de 2020

LOGRO



LOGRO

¿Sabés cuál fue tu gran logro?
Ser el último tipo al que le escribí un poemita de amor.

Después de vos,
los poemitas de amor me parecen
declamaciones ingenuas
de gente que no sabe bien
cómo viene la cosa
(yo tampoco sabía hasta que apareciste
y me enseñaste que la cosa
viene más o menos bien hasta que derrapa,
y más vale pájaro en mano
que cien volando,
y más vale un sillón cómodo frente a la TV
y las cuentas al día
que andar probándome novelas turcas que,
invariablemente,
me tiran de la sisa).

Me gustaban tus ojos verdes,
me gustaba como hacías el amor,
me gustaba que fueras un espejo
donde mirarme y verme brillante.
Pero si me dieran a elegir
preferiría no haberte conocido.
Si no te hubiera conocido
todavía tendría(mos)
el beneficio de la duda.

¿Sabés cuál fue tu gran logro?
Bajarme de un hondazo.
Salvarme de la ridiculez
de escribir poemitas de amor
a los 50 años.
Pero si me dieran a elegir
preferiría seguir creyendo que existe
el zapato perfecto:
encaje, cristal, suelas rojas,
y me queda pintado.
Tu gran logro fue jubilar
a Tom Hanks y Meg Ryan,
a Mickey Rourke y Kim Basinger,
a Clint Eastwood y Meryl Streep.
Jubilarlos y encerrarlos en un geriátrico
que jamás visito
porque el sillón cómodo frente a la TV lo uso
para saber qué cosa estúpida hicieron
unos adolescentes estúpidos
el verano pasado.
O el otro.

Esto no significa que no te haya querido.
Te regalé “Rubber Soul”. Mirá si te quise.


lunes, 24 de agosto de 2020

VERANO DEL ‘95


VERANO DEL ‘95

“I said maybe you're gonna be
The one who saves me.
And after all you're my wonderwall.”
“Wonderwall”, Oasis



Sentada en el patio

miraba con extrañeza el colosal desborde de mis tobillos,

el rastro perdido de mi cintura,

la levadura desafiante de mis pechos.

Habías crecido dentro de mí casi de prepo,

una semilla sembrada por el viento,

un almácigo de sol inesperado

y yo iba a romperme para pagar tu fiesta,

tu cabecita coronada por guirnaldas de sangre,

tu exigencia.

Tenía miedo.

Tenía miedo a no saber amarte

(yo, que nunca fui la mamá de mis muñecas,

y las desnudé, las rapé,

les abrí en canal los cuerpecitos de plástico

para saber qué tenían adentro,

qué secreto,

qué milagro,

que vacío).

Tenía miedo a no volver a ser hermosa

(yo, que nunca fui tan hermosa

como aquella tarde del vestido floreado

y el libro de Cortázar,

Avenida 9 de Julio y él

sorprendiéndome en mitad de “Carta de una señorita en París”;

tenerte iba a ser tan extraño como vomitar un conejito,

tan prodigioso,

tan terrible).



Sentada en el patio miraba a mis hermanos

jugar al mar en una piletita de lona

y pensaba que estaba a punto de saltar al otro lado,

dejar de preocupar y empezar a preocuparme,

descubrir la grieta entre las tablas,

el clavo, el gancho, las escaleras al sótano
,

todos los peligros del poema de Sharon Olds,

todas las tragedias del insomnio.

Me iba a romper, ay,

y tenía miedo.

Fue la última vez que sentí miedo por mí.



Dos días después,

te tuve entre mis brazos.

Conejito incomprensible que vomitó el amor.

No viniste a redimirme,

ni a santificarme,

ni a hacerme más bella o más feliz.

No viniste a salvarme.

Tampoco yo puedo salvarte

(hay grietas, hay clavos, hay escaleras).

Pero tus ojos verdes siguen siendo

esa maravilla.



Arte: "Pregnant woman", Faustine Badrichan

sábado, 22 de agosto de 2020

CHARLAS VIRTUALES - CENTRO CULTURAL JUSTO LYNCH

LA ÚLTIMA NOCHE DEL MUNDO / RAY BRADBURY



LA ÚLTIMA NOCHE DEL MUNDO


-¿Qué harías si supieras que esta es la última noche del mundo?
-¿Qué haría? ¿Lo dices en serio?
-Sí, en serio.
-No sé. No lo he pensado.
El hombre se sirvió un poco más de café. En el fondo del vestíbulo las niñas jugaban sobre la alfombra con unos cubos de madera, bajo la luz de las lámparas verdes. En el aire de la tarde había un suave y limpio olor a café tostado.
-Bueno, será mejor que empieces a pensarlo.
-¡No lo dirás en serio!
El hombre asintió.
-¿Una guerra?
El hombre sacudió la cabeza.
-¿No la bomba atómica, o la bomba de hidrógeno?
-No.
-¿Una guerra bacteriológica?
-Nada de eso -dijo el hombre, revolviendo suavemente el café-. Solo, digamos, un libro que se cierra.
-Me parece que no entiendo.
-No. Y yo tampoco, realmente. Solo es un presentimiento. A veces me asusta. A veces no siento ningún miedo, y solo una cierta paz -miró a las niñas y los cabellos amarillos que brillaban a la luz de la lámpara-. No te lo he dicho. Ocurrió por vez primera hace cuatro noches.
-¿Qué?
-Un sueño. Soñé que todo iba a terminar. Me lo decía una voz. Una voz irreconocible, pero una voz de todos modos. Y me decía que todo iba a detenerse en la Tierra. No pensé mucho en ese sueño al día siguiente, pero fui a la oficina y a media tarde sorprendí a Stan Willis mirando por la ventana, y le pregunté: “¿Qué piensas, Stan?”, y él me dijo: “Tuve un sueño anoche”. Antes de que me lo contara yo ya sabía qué sueño era ese. Podía habérselo dicho. Pero dejé que me lo contara.
-¿Era el mismo sueño?
-Idéntico. Le dije a Stan que yo había soñado lo mismo. No pareció sorprenderse. Al contrario, se tranquilizó. Luego nos pusimos a pasear por la oficina, sin darnos cuenta. No concertamos nada. Nos pusimos a caminar, simplemente cada uno por su lado, y en todas partes vimos gentes con los ojos clavados en los escritorios o que se observaban las manos o que miraban la calle. Hablé con algunos. Stan hizo lo mismo.
-¿Y todos habían soñado?
-Todos. El mismo sueño, exactamente.
-¿Crees que será cierto?
-Sí, nunca estuve más seguro.
-¿Y para cuándo terminará? El mundo, quiero decir.
-Para nosotros, en cierto momento de la noche. Y a medida que la noche vaya moviéndose alrededor del mundo, llegará el fin. Tardará veinticuatro horas.
Durante unos instantes no tocaron el café. Luego levantaron lentamente las tazas y bebieron mirándose a los ojos.
-¿Merecemos esto? -preguntó la mujer.
-No se trata de merecerlo o no. Es así, simplemente. Tú misma no has tratado de negarlo. ¿Por qué?
-Creo tener una razón.
-¿La que tenían todos en la oficina?
La mujer asintió.
-No quise decirte nada. Fue anoche. Y hoy las vecinas hablaban de eso entre ellas. Todas soñaron lo mismo. Pensé que era solo una coincidencia -la mujer levantó de la mesa el diario de la tarde-. Los periódicos no dicen nada.
-Todo el mundo lo sabe. No es necesario -el hombre se reclinó en su silla mirándola-. ¿Tienes miedo?
-No. Siempre pensé que tendría mucho miedo, pero no.
-¿Dónde está ese instinto de autoconservación del que tanto se habla?
-No lo sé. Nadie se excita demasiado cuando todo es lógico. Y esto es lógico. De acuerdo con nuestras vidas, no podía pasar otra cosa.
-No hemos sido tan malos, ¿no es cierto?
-No, pero tampoco demasiado buenos. Me parece que es eso. No hemos sido casi nada, excepto nosotros mismos, mientras que casi todos los demás han sido muchas cosas, muchas cosas abominables.
En el vestíbulo las niñas se reían.
-Siempre pensé que cuando esto ocurriera la gente se pondría a gritar en las calles.
-Pues no. La gente no grita ante la realidad de las cosas.
-¿Sabes?, te perderé a ti y a las chicas. Nunca me gustó la ciudad ni mi trabajo ni nada, excepto ustedes tres. No me faltará nada más. Salvo, quizás, los cambios de tiempo, y un vaso de agua helada cuando hace calor, y el sueño. ¿Cómo podemos estar aquí, sentados, hablando de este modo?
-No se puede hacer otra cosa.
-Claro, eso es; pues si no estaríamos haciéndolo. Me imagino que hoy, por primera vez en la historia del mundo, todos saben qué van a hacer de noche.
-Me pregunto, sin embargo, qué harán los otros, esta tarde, y durante las próximas horas.
-Ir al teatro, escuchar la radio, mirar la televisión, jugar a las cartas, acostar a los niños, acostarse. Como siempre.
-En cierto modo, podemos estar orgullosos de eso… como siempre.
El hombre permaneció inmóvil durante un rato y al fin se sirvió otro café.
-¿Por qué crees que será esta noche?
-Porque sí.
-¿Por qué no alguna otra noche del siglo pasado, o de hace cinco siglos o diez?
-Quizá porque nunca fue 19 de octubre de 2069, y ahora sí. Quizá porque esa fecha significa más que ninguna otra. Quizá porque este año las cosas son como son, en todo el mundo, y por eso es el fin.
-Hay bombarderos que esta noche estarán cumpliendo su vuelo de ida y vuelta a través del océano y que nunca llegarán a tierra.
-Eso también lo explica, en parte.
-Bueno -dijo el hombre incorporándose-, ¿qué hacemos ahora? ¿Lavamos los platos?
Lavaron los platos, y los apilaron con un cuidado especial. A las ocho y media acostaron a las niñas y les dieron el beso de buenas noches y apagaron las luces del cuarto y entornaron la puerta.
-No sé… -dijo el marido al salir del dormitorio, mirando hacia atrás, con la pipa entre los labios.
-¿Qué?
-¿Cerraremos la puerta del todo, o la dejaremos así, entornada, para que entre un poco de luz?
-¿Lo sabrán también las chicas?
-No, naturalmente que no.
El hombre y la mujer se sentaron y leyeron los periódicos y hablaron y escucharon un poco de música, y luego observaron, juntos, las brasas de la chimenea mientras el reloj daba las diez y media y las once y las once y media. Pensaron en las otras gentes del mundo, que también habían pasado la velada cada uno a su modo.
-Bueno -dijo el hombre al fin.
Besó a su mujer durante un rato.
-Nos hemos llevado bien, después de todo -dijo la mujer.
-¿Tienes ganas de llorar? -le preguntó el hombre.
-Creo que no.
Recorrieron la casa y apagaron las luces y entraron en el dormitorio. Se desvistieron en la fresca oscuridad de la noche y retiraron las colchas.
-Las sábanas son tan limpias y frescas…
-Estoy cansada.
-Todos estamos cansados.
Se metieron en la cama.
-Un momento -dijo la mujer.
El hombre oyó que su mujer se levantaba y entraba en la cocina. Un momento después estaba de vuelta.
-Me había olvidado de cerrar los grifos.
Había ahí algo tan cómico que el hombre tuvo que reírse.
La mujer también se rió. Sí, lo que había hecho era cómico de veras. Al fin dejaron de reírse, y se tendieron inmóviles en el fresco lecho nocturno, tomados de la mano y con las cabezas muy juntas.
-Buenas noches -dijo el hombre después de un rato.
-Buenas noches -dijo la mujer.

Ray Bradbury