Había
que ser buena chica.
Había
que serlo
y
parecerlo.
No usar
la pollera demasiado corta,
no usar
las uñas demasiado largas,
morderse
el deseo en la ducha
y dejar
el grito en reposo,
como si
fuera un saquito de té eterno
y la
garganta
una
taza de porcelana rosada
como la
herida del no poder decir.
Había
que extirpar del cuerpo
la
conciencia del fuego,
por lo
menos hasta que el cura del barrio,
tan
glotón,
tan
concupiscente en su abrazo a los postres
con los
que la vecina de enfrente tapizaba
su
camino al paraíso,
bendijera
tu cama.
Había
que avergonzarse del amor
cuando
el amor
bombardeaba
con sus fervores.
Era
difícil, sí.
Yo no
era buena.
Estaba
tan viva.
Jamás
imaginé que llegaría el día
en el
que ser buena chica
(aséptica,
fría,
apagada
como una lámpara sin pájaros)
me costaría nada.
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