lunes, 9 de noviembre de 2020

UNA CASA CON SEIS PINOS


 UNA CASA CON SEIS PINOS

 

Era una casa más bien tirando a pobre.

Con el baño afuera

como un desafío

a la insistencia helada del invierno.

Pero tenía un jardín con rosales

y un fondo con seis pinos.

Seis gigantes verdes

que levantaban sus cabezas

sobre los techos vecinos,

y se veían desde lejos,

y reinaban en el barrio

con sus coronas de nidos apretados.

 

En esa casa fuimos felices,

aún en invierno,

tiritando en las corridas hasta el baño,

esquivando la lluvia que nos mordía los talones

como un perro transparente y fiero.

En esa casa aprendimos la muerte

cuando descubrimos al primer pichón de gorrión

al que el viento no había perdonado

(rosado y desnudo,

pajarito muerto,

de boca enorme y patitas endebles

como hilitos de coser promesas

que no se van a cumplir,

que no se cumplieron nunca).

En esa casa nos tocó la muerte

cuando el corazón de papá

se detuvo como un relojito barato

al que se le acabó la pila

(blanco y frío,

papá muerto,

más blanco que las hojas del cuaderno Rivadavia,

más frío que las corridas hasta el baño en junio,

extraviado como el primer gorrión

al que el viento juzgó imperdonable).

 

Después de la muerte de papá

los pinos empezaron a molestar,

porque en esa época a mamá le molestaba todo.

Y los hizo cortar

para que nunca más reinaran sobre un barrio

que ya nos estaba quedando lejos.

 

Sin embargo,

cuando recuerdo la casa,

la recuerdo siempre como una casa con seis pinos.

Debe ser por la canción de Manal.

Seis pinos, diez pinos;

al final, para oxidarse o resistir,

da lo mismo.

 

Debe ser porque los pinos

marcaron un antes y un después

en la lejana postal de la infancia.

Cuando mamá los hizo cortar

supimos que esa casa casi tirando pobre

nunca más iba a ser la nuestra.


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