Ahí están,
en mi mesa de luz.
Cinco pastillitas que tengo que tomar
para ser feliz
(o, por lo menos, para no preocupar a mamá,
que ya tiene bastante con lo suyo;
para no irme en lágrimas
por el desagüe del desesperanza;
para no alucinar con complots
y ver hampones de chaquetas amarillas
estratégicamente instalados
en los rincones donde las arañas
tejen sus misterios,
como si la enfermedad fuese
otro best seller
de Stephen King).
Si no tomo las cinco pastillitas
me pongo paranoica
(El Gran Hermano te vigila).
O triste, o furiosa.
Tomarlas me hace tan feliz
como quien vive sin darse cuenta:
el jazmín paraguayo que insiste en florecer,
el perro, las gatas,
las dos cucarachas con las que me topé
al prender la luz de madrugada
y no quise matar,
porque, total, no le hacen mal a nadie.
Les di ventaja para que se escaparan,
aerosol sin pronunciarse en mano,
y sus patitas veloces
las hicieron desaparecer en un segundo,
irse a ese lugar que está y no vemos,
ese otro mundo pequeño que bulle
entre la pared y el mueble de cocina.
“Se aferran a la vida más
que yo”, pensé.
“No puede ser que las
cucarachas
se aferren a la vida más que yo”.
Cinco pastillitas en la mesa de luz.
Me las tomo sin chistar.
Y antes de fundirme en negro
soy Scarlett
O’Hara,
toda miriñaque de desnudez,
toda ojos subyugando
una cámara imaginaria.
Repitiendo, como un mantra obstinado:
“Después de todo, mañana será otro día”.
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