sábado, 21 de noviembre de 2020

CINCO PASTILLITAS


 CINCO PASTILLITAS

 

Ahí están,

en mi mesa de luz.

Cinco pastillitas que tengo que tomar

para ser feliz

(o, por lo menos, para no preocupar a mamá,

que ya tiene bastante con lo suyo;

para no irme en lágrimas

por el desagüe del desesperanza;

para no alucinar con complots

y ver hampones de chaquetas amarillas

estratégicamente instalados

en los rincones donde las arañas

tejen sus misterios,

como si la enfermedad fuese

otro best seller de Stephen King).

Si no tomo las cinco pastillitas

me pongo paranoica

(El Gran Hermano te vigila).

O triste, o furiosa.

Tomarlas me hace tan feliz

como quien vive sin darse cuenta:

el jazmín paraguayo que insiste en florecer,

el perro, las gatas,

las dos cucarachas con las que me topé

al prender la luz de madrugada

y no quise matar,

porque, total, no le hacen mal a nadie.

Les di ventaja para que se escaparan,

aerosol sin pronunciarse en mano,

y sus patitas veloces

las hicieron desaparecer en un segundo,

irse a ese lugar que está y no vemos,

ese otro mundo pequeño que bulle

entre la pared y el mueble de cocina.

Se aferran a la vida más que yo”, pensé.

No puede ser que las cucarachas

se aferren a la vida más que yo”.

  

Cinco pastillitas en la mesa de luz.

Me las tomo sin chistar.

Y antes de fundirme en negro

soy Scarlett O’Hara,

toda miriñaque de desnudez,

toda ojos subyugando

una cámara imaginaria.

Repitiendo, como un mantra obstinado:

“Después de todo, mañana será otro día”.


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