LOS MILAGROS EXISTEN
"Los milagros existen",
me dice mi amiga tratando de convencerme
de que no me tire al vacío
desde el techo del placard
(nunca me tiré desde el techo del placard
con fines eróticos
y ahora, después de correr covenientemente
la cama contra la pared,
estoy intentando el suicidio más ridículo del mundo).
"Los milagros existen,
hay ángelitos como los de las canciones
de ABBA
revoloteando a tu alrededor todo el
tiempo,
no los ves porque estás así,
o empastillada o desempastillada y rompiendo
cosas,
con esa ira destructiva que no te hace
bien".
"No los veo porque odio a
ABBA",
le grito a la pobre,
que sólo intenta ayudar.
Y sigo amenazando con tirarme.
"Los milagros existen", repite ella.
“Todo se va a arreglar, todo se arregla".
"No, no, no,
acá no se arregla nada", aúllo.
"Y voy a tener que dar un montón de
explicaciones
que no tengo ganas de dar".
Mi hijo asoma la cabeza.
por la puerta entreabierta del dormitorio
y me dice con esa lógica fastidiosa que heredó del
padre,
junto con los ojos verdes
y el aburrido carnet de socio vitalicio
del club de fans de admiradores
de los documentales de la Segunda Guerra Mundial:
"A la gente no le importan tus
explicaciones, mamá;
no sos el ombligo del ombligo del
ombligo,
fijate que nadie se percató
de que cambiaste tu estado de Facebook
de 'casada' a 'soltera',
bajate que te vas a romper una
pierna".
Cuando al fin me convencen de bajar,
me doy un buen baño de inmersión
y me voy hasta el almacén
a comprar 100 de jamón y 100 de queso.
Porque yo, queridos, no cocino más.
La sorpresa que me llevo cuando, sobre el mostrador,
veo unas diminutas cajas amarillas y anaranjadas,
que reconozco enseguida,
me hace caer en la cuenta
de lo estúpido que es dejar que sean los otros
los que manejen los hilos de mi felicidad.
"¿Todavía hay corazoncitos
Dorins?",
pregunto ilusionada y odiando un poco menos a ABBA.
Al final mi amiga tenía razón:
los milagros existen.
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