LA FAMOSA POETA MUERTA
A veces fantaseo
con convertirme en una famosa poeta muerta
y tener un séquito de viudas y viudos
que lloren en mi funeral cada año,
y me escriban poemas homenajeándome,
retratándome como a una criatura sobrenatural
que jamás lavaba los platos
ni ponía cara de fastidio en la cola del supermercado.
¿Platos, supermercado?
Esas cosas ni siquiera me rozarían.
Sería una santa pagana alimentada sólo de palabras,
de bellas palabras,
de palabras y aire.
Entonces,
todo el mundo querría hurgar en mis papeles personales
(convenientemente guardados bajo siete llaves
en la Universidad
de Palo Alto)
en mis cartas, en mis diarios.
Y reeditarían mi obra completa una y otra vez,
para que mi séquito de viudos y viudas crezca cada año
y cuando tengan que elegir entre venerar a Jim Morrison o a mí
me elijan a mí.
Pero no.
Ya soy demasiado vieja para morirme joven
y eso del suicidio no se me da bien.
Mis diez kilos de más
atentan contra el modelito lánguido y sufriente
de la poeta que se alimentaba sólo de palabras y aire
y la pasó peor que cualquier otra poeta en el mundo.
Y tampoco escribo tan bien.
A veces fantaseo con que soy la famosa poeta muerta
y alguien encuentra,
hurgando en mis papeles,
un documento inédito que echa luz
sobre mi vida de santa pagana.
Cruzo los dedos para que sea la carta de un amante
y no la lista del supermercado.
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