martes, 3 de noviembre de 2020

SOLTEROS CONTRA CASADOS


 SOLTEROS CONTRA CASADOS


Fue el 1° de enero de algún año

de la mítica década de los ‘80

(esa que mi hijo llama

la de los sintetizadores infames).

Todavía existía en los barrios

la costumbre de jugar un picadito

entre los vecinos solteros y casados.

Yo tenía dieciséis años

y mi cabeza era la Isla de los Pájaros.

Recuerdo que salí a la vereda y lo vi,

por primera vez lo vi

y un misil de mariposas

estalló en mi estómago

dándoles el definitivo peso de la veracidad

a todas las historias de amor a primera vista

que había leído en las viñetas de “Susy, secretos del corazón”

y las fotonovelas de la revista “Nocturno”.

 

Lo vi.

El hombre más hermoso del mundo.

El hombre más perfecto,

el que se distinguía entre todos los que pateaban la pelota

con ese flequillo negro que contrastaba tan bien

con su piel blanquísima,

y esa boca tan Paul McCartney,

tan invitación a morderla y morir

como si fuera la manzana que la bruja le dio a Blancanieves

del lado envenenado.

 

Tres veces en mi vida hablé con él.

 

La primera, cuando le confesé mi amor

en la esquina de Cordero y Oyuela

y me preguntó si quería que fuera a buscar el auto.

Claro que le dije que no.

Estúpidamente le dije que no.

Me acosté con tan pocos hombres en mi vida

que no me arrepiento de haber pasado por la cama de ninguno.

De lo que sí me arrepiento

es de haberle dicho que no a dos o  tres.

De haberle dicho que no a él.

Mi debut sexual tendría que haber sido

un revolcón de hormonas felices en el asiento trasero

de un destartalado Renault 4 rojo.

Pero yo tenía dieciséis años,

y miedo, y culpa, y vergüenza.

Y mi mamá me estaba esperando para cenar.

 

La segunda, cuando coincidimos en el parque

y nos besamos sentados en un banco,

frente a la calesita.

 

La tercera, cuando lo vi entrar a su casa

de la mano de la novia

y crucé la calle llorando para tocarle el timbre

y hacerle una rabieta adolescente

que recuerdo con ternura abochornada:

“Me besaste y tenés novia, maldito desgraciado”.

Su papá salió a la vereda y le preguntó, muy serio,

si me había hecho algo.

Y él le contestó ofuscado:

“¿Cómo le voy a hacer algo si es una criatura?”

“¿Criatura? ¡Criatura!

¡Maldito desgraciado!

Una criatura es Frankenstein.

Yo soy una mujer.”

 

Tres veces en mi vida hablé con él.

Ignoro si tenía un perro o dos,

qué música le gustaba,

cuál era su comida favorita.

Qué barco gris soltó velamen en su cabeza

la mañana que un camión le pasó por encima.

¿Accidente? ¿Suicidio?

Su muerte quedó en un limbo indescifrable.

En el barrio no se habla de esas cosas.

Y si se habla, se hace por lo bajo,

puliendo mil versiones diferentes de los hechos

hasta convertirlos

en un cuento para no dormir que no dice nada.

 

Hoy todo el mundo asegura

que el amor a primera vista no existe,

que romantizamos la lujuria.

Qué se yo.

Lo que sé

es que daría cualquier cosa porque ese misil de mariposas

volviera a atravesar mi estómago.

Pero no. Ya sé que es imposible.

Me pasó con él

porque era el hombre más hermoso del mundo.

El que todavía está allá,

jugando en la calle

un picadito de solteros contra casados

un 1° de enero de la mítica década de los ’80.

La década a la que volvería si tuviera un DeLorean.

La de los sintetizadores infames.


Arte: "Partido de fútbol", Carlo Carrá

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