SOLTEROS CONTRA CASADOS
Fue el 1° de enero de algún año
de la mítica década de los ‘80
(esa que mi hijo llama
la de los sintetizadores infames).
Todavía existía en los barrios
la costumbre de jugar un picadito
entre los vecinos solteros y casados.
Yo tenía dieciséis años
y mi cabeza era la Isla
de los Pájaros.
Recuerdo que salí a la vereda y lo vi,
por primera vez lo vi
y un misil de mariposas
estalló en mi estómago
dándoles el definitivo peso de la veracidad
a todas las historias de amor a primera vista
que había leído en las viñetas de “Susy, secretos del corazón”
y las fotonovelas de la revista “Nocturno”.
Lo vi.
El hombre más hermoso del mundo.
El hombre más perfecto,
el que se distinguía entre todos los que pateaban la
pelota
con ese flequillo negro que contrastaba tan bien
con su piel blanquísima,
y esa boca tan Paul
McCartney,
tan invitación a morderla y morir
como si fuera la manzana que la bruja le dio a Blancanieves
del lado envenenado.
Tres veces en mi vida hablé con él.
La primera, cuando le confesé mi amor
en la esquina de Cordero
y Oyuela
y me preguntó si quería que fuera a buscar el auto.
Claro que le dije que no.
Estúpidamente le dije que no.
Me acosté con tan pocos hombres en mi vida
que no me arrepiento de haber pasado por la cama de
ninguno.
De lo que sí me arrepiento
es de haberle dicho que no a dos o tres.
De haberle dicho que no a él.
Mi debut sexual tendría que haber sido
un revolcón de hormonas felices en el asiento trasero
de un destartalado Renault
4 rojo.
Pero yo tenía dieciséis años,
y miedo, y culpa, y vergüenza.
Y mi mamá me estaba esperando para cenar.
La segunda, cuando coincidimos en el parque
y nos besamos sentados en un banco,
frente a la calesita.
La tercera, cuando lo vi entrar a su casa
de la mano de la novia
y crucé la calle llorando para tocarle el timbre
y hacerle una rabieta adolescente
que recuerdo con ternura abochornada:
“Me
besaste y tenés novia, maldito desgraciado”.
Su papá salió a la vereda y le preguntó, muy serio,
si me había hecho algo.
Y él le contestó ofuscado:
“¿Cómo
le voy a hacer algo si es una criatura?”
“¿Criatura?
¡Criatura!
¡Maldito
desgraciado!
Una
criatura es Frankenstein.
Yo soy
una mujer.”
Tres veces en mi vida hablé con él.
Ignoro si tenía un perro o dos,
qué música le gustaba,
cuál era su comida favorita.
Qué barco gris soltó velamen en su cabeza
la mañana que un camión le pasó por encima.
¿Accidente? ¿Suicidio?
Su muerte quedó en un limbo indescifrable.
En el barrio no se habla de esas cosas.
Y si se habla, se hace por lo bajo,
puliendo mil versiones diferentes de los hechos
hasta convertirlos
en un cuento para no dormir que no dice nada.
Hoy todo el mundo asegura
que el amor a primera vista no existe,
que romantizamos la lujuria.
Qué se yo.
Lo que sé
es que daría cualquier cosa porque ese misil de
mariposas
volviera a atravesar mi estómago.
Pero no. Ya sé que es imposible.
Me pasó con él
porque era el hombre más hermoso del mundo.
El que todavía está allá,
jugando en la calle
un picadito de solteros contra casados
un 1° de enero de la mítica década de los ’80.
La década a la que volvería si tuviera un DeLorean.
La de los sintetizadores infames.
Arte: "Partido de fútbol", Carlo Carrá
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