Nunca estaba dormida cuando me dabas un beso
antes de irte a la oficina.
Por eso sé exactamente cuando dejaste de hacerlo.
La primera vez
que el beso no fue,
supuse que había sido un olvido, algo involuntario,
una preocupación que te había forzado
a saltearte el ritual matutino de tus labios rozándome.
Después me di cuenta de que no,
de que el ritual había sido revocado.
Nunca supe exactamente cuándo dejaste de desearme,
pero recuerdo con claridad el momento en que lo noté
y supe que mi desnudez ya no era un carnaval en tus
ojos,
que se había abolido el papel picado y empezaba la
cuaresma
(tal vez ese fue también el día que dejaste de amarme,
y la vida recíproca se convirtió
en vermouth con
papas fritas y Netflix).
No sé, te juro que no sé, cuándo empezaste a mentirme.
Pero sé que me mentiste durante mucho tiempo.
Y no hablo de infidelidades, porque las infidelidades
son,
al fin y al cabo, accidentes del cuerpo.
Hablo de esas otras mentiras que me hicieron darme
cuenta
de que yo no ocupaba en tu vida el lugar que
pretendía,
que no éramos pares, que no había un nosotros.
Quizás ahora, cuando me despido a medias,
cuando me quedo y me voy,
(I don’t like
you but I love you)
debería confesarte que yo también te mentí:
nadie abandonó a Tiger
Lily en nuestro jardín.
La vi en el alfeizar de una ventana del barrio
y la acaricié, como hago con todos los gatos.
“Si te gusta, te
la podés llevar”,
me dijo una chica de pelo negro y tatuajes.
Y la vi tan indefensa, con su heterocromía lacrimosa,
su colita quebrada, su extrema delgadez,
en manos de alguien que la regalaba así,
tan displicentemente, como si fuera un objeto,
como si ningún lazo de afecto la uniera a ella,
que dije, sin pensarlo: “Me la llevo”.
E inventé lo del abandono en el jardín
para que acogerla en nuestra casa
fuera inevitable.
Nunca estaba dormida cuando me dabas un beso
antes de irte a la oficina.
No estoy dormida ahora, aunque las pastillas
insistan en ralentizar mi lengua
y deje mis ojos colgados en un punto fijo,
mientras el perro, echado a mis pies,
me mira y mueve la cola
como una sincera y torpe forma de consuelo.
Me querés. Ya sé que me querés.
Pero no me alcanza.
Arte: Eric Hibbeler
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