EL VIEJO
Sí, era el padre de mi padre,
pero a sus
espaldas le decíamos el viejo.
Estábamos
hartos de que nos hiciera callar,
de que hiciera
callar a la abuela.
De que tratara
a mamá como a una loca
(una cabaretera
que nos iba a llevar por el camino sin retorno
de la
lentejuela y el vicio
o una enferma
psiquiátrica sin remedio,
según como
soplara el viento).
Odiábamos sus
ensaladas de naranja y huevo.
Odiábamos a la
pobre Estela Raval
porque alguna
vez había dicho
que era una
hermosa mujer.
Odiábamos que
durmiera la siesta en la cocina,
almohadón en
mesa,
teniendo una
cama a pocos metros,
e impusiera la
tiranía del silencio
a la hora de la
telenovela.
Jamás le
perdonamos que se fuera detrás de cualquier pollera,
y mi abuela
tuviera que salir a vender leche en el carro,
de madrugada,
con su hijo de
cinco años manipulando los tarros,
los deditos
ateridos de frío.
Cuando el viejo
se cansaba de la amante de turno, volvía.
A veces, hasta
con una venérea encima.
Y ella bajaba
los ojos y le abría la puerta.
Yo le guardaba
especial rencor
porque no era
el abuelito Luis.
No era sus
cuentos,
su tortuguita
con pata de palo,
sus recitados
camperos.
Y le guardaba
más rencor aún
porque el día
que papá murió
había discutido
con él
y me tocó
presenciar, por casualidad,
parte de ese
intercambio hostil,
que nunca pude
dejar de asociar
con su partida
prematura.
El viejo.
Mujeriego,
jugador y mandamás.
Lo curioso es
que cada vez que hablé con alguien
que lo había
tratado fuera del ámbito hogareño
me lo pintó
lleno de virtudes:
servicial,
generoso, bienhumorado.
Yo no podía
creer que esa catarata de halagos aludiera
al padre de mi
padre.
¿Era Dr. Jeckil y la domesticidad lo
convertía en Mr. Hyde?
¿O era sólo un
simulador más,
de esos que le
muestran una cara amable al mundo
y torturan a su
familia sin culpa?
El viejo.
Lolo era su apodo. Manuel, su nombre.
El mismo que le
puse a mi hijo
después de
meses de cavilaciones
y hormonas
alteradas.
Me daba un poco
de miedo que el chico cargara
con el nombre
del tipo que me dijo,
a los quince
años,
que flaca y
petisa como era
no iba a
conseguir ni medio novio.
Pero me gustaba
el nombre, me gustaba mucho.
Y cuando tuve a
mi bebé en brazos
pensé en
Julieta y me dije “¿Qué hay en un nombre?
La rosa seguiría siendo rosa…”
y etc., etc., etc.
Shakespeare al rescate.
El viejo.
No hay un solo
recuerdo que lo salve.
Pero sin él mi
padre no hubiera sido.
Y yo no estaría
hoy acá
escribiendo
cuánto me
hubiese gustado
tener un abuelo.
Arte: "Old man and his pipe", S. Wong
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