jueves, 19 de noviembre de 2020

EL VIEJO

  EL VIEJO

 

Sí, era el padre de mi padre,

pero a sus espaldas le decíamos el viejo.

Estábamos hartos de que nos hiciera callar,

de que hiciera callar a la abuela.

De que tratara a mamá como a una loca

(una cabaretera que nos iba a llevar por el camino sin retorno

de la lentejuela y el vicio

o una enferma psiquiátrica sin remedio,

según como soplara el viento).

Odiábamos sus ensaladas de naranja y huevo.

Odiábamos a la pobre Estela Raval

porque alguna vez había dicho

que era una hermosa mujer.

Odiábamos que durmiera la siesta en la cocina,

almohadón en mesa,

teniendo una cama a pocos metros,

e impusiera la tiranía del silencio

a la hora de la telenovela.

Jamás le perdonamos que se fuera detrás de cualquier pollera,

y mi abuela tuviera que salir a vender leche en el carro,

de madrugada,

con su hijo de cinco años manipulando los tarros,

los deditos ateridos de frío.

Cuando el viejo se cansaba de la amante de turno, volvía.

A veces, hasta con una venérea encima.

Y ella bajaba los ojos y le abría la puerta.

 

Yo le guardaba especial rencor

porque no era el abuelito Luis.

No era sus cuentos,

su tortuguita con pata de palo,

sus recitados camperos.

Y le guardaba más rencor aún

porque el día que papá murió

había discutido con él

y me tocó presenciar, por casualidad,

parte de ese intercambio hostil,

que nunca pude dejar de asociar

con su partida prematura.

 

El viejo.

Mujeriego, jugador y mandamás.

Lo curioso es que cada vez que hablé con alguien

que lo había tratado fuera del ámbito hogareño

me lo pintó lleno de virtudes:

servicial, generoso, bienhumorado.

Yo no podía creer que esa catarata de halagos aludiera

al padre de mi padre.

¿Era Dr. Jeckil y la domesticidad lo convertía en Mr. Hyde?

¿O era sólo un simulador más,

de esos que le muestran una cara amable al mundo

y torturan a su familia sin culpa?

 

El viejo.

Lolo era su apodo. Manuel, su nombre.

El mismo que le puse a mi hijo

después de meses de cavilaciones

y hormonas alteradas.

Me daba un poco de miedo que el chico cargara

con el nombre del tipo que me dijo,

a los quince años,

que flaca y petisa como era

no iba a conseguir ni medio novio.

Pero me gustaba el nombre, me gustaba mucho.

Y cuando tuve a mi bebé en brazos

pensé en Julieta y me dije “¿Qué hay en un nombre?

La rosa seguiría siendo rosa…”

y etc., etc., etc.

Shakespeare al rescate.

 

El viejo.

No hay un solo recuerdo que lo salve.

Pero sin él mi padre no hubiera sido.

Y yo no estaría hoy acá

escribiendo

cuánto me hubiese gustado

tener un abuelo.



Arte: "Old man and his pipe",  S. Wong


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