viernes, 13 de noviembre de 2020

LA ABUELA NESTORA

LA ABUELA NESTORA

 

Cuando me acuerdo de la abuela

la veo en el gallinero,

echándole puñados de maíz

a sus animales,

tan delgada,

tan de piel transparente amoratada en los brazos

por los picotazos de algún gallo altivo.

La veo limpiando las jaulas de sus conejos,

dándole de comer a sus pájaros.

"En eso me parezco a ella", pienso,

"en lo bichera",

aunque a mí no me gustan las jaulas.

Los pájaros me eligen, si quieren,

y si quieren me cantan.

"Pero era otra época", pienso.

"Otro mundo, otra vida".

 

Cuando me acuerdo de la abuela

la veo frente a  su máquina de coser,

una vieja Singer con seis cajoncitos que yo abría

como si fueran los cofres del tesoro.

Porque era desordenada, sí,

(en eso también me parezco a ella)

y en los cajones habitaba lo maravilloso:

un revoltijo de hilos de todos los colores,

un anillo con una piedra roja enorme

que yo suponía preciosa y era una baratija,

un mazo de cartas,

una tarjeta postal con una bailaora bordada,

la sonrisa de Gardel,

mil botones.

 

La recuerdo saliendo al patio con un yogur

o una botella de vidrio verde y tapita de aluminio

cuando algún vecino se asomaba detrás de la Santa Rita

y gritaba "¡Nestora!".

Porque ya no había carros, ni caballos,

pero ella seguía siendo la lechera del barrio.

La recuerdo cebando mate,

la pava eterna sobre la hornalla.

Secándose las manos en un delantal sucio,

tejiendo.

Bajando los ojos frente al dominio de un marido

que dormía la siesta en la cocina, almohadón en mesa,

y le imponía dos horas de silencio absoluto

después del almuerzo.

La golpeaba, seguro, pienso ahora.

Pero no sé.

Eran otros tiempos: nadie hablaba de esas cosas.

 

No la recuerdo contándome un cuento,

ni contándome el barco que la trajo de España.

Ni explicándome por qué

los hermanos se repartieron:

unos a Argentina, otros a Cuba,

y después a Estados Unidos

(aunque a veces me mostraba los saludos navideños

que le llegaban del norte:

caras sonrientes colgadas de pinos enormes

y nieve).

 

No la recuerdo queriéndome mucho,

aunque recuerdo nítidamente

la tarde que más me quiso.

La tarde que me reconoció como propia.

y me regaló el platito

donde mi padre (su hijo muerto)

había comido su primera papilla.


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