“A mí
el Diego me hacía feliz”,
me dice el repositor del supermercado chino.
Tiene algunos años menos que yo
y renguea.
“Cuando
yo era chico
la
pasaba mal en mi casa.
Mi
viejo la fajaba mucho a mi mamá.
Y yo no
quería estar ahí. No quería.
Entonces me iba al potrero
a
correr detrás de la pelota,
y
repetía 'la lleva el Diego,
la
lleva el Diego,
la
lleva el Diego'.
A mí el
Diego me hacía soñar”.
Yo lo miro en su tristeza
y veo al pibito rengo
corriendo, como podía,
detrás de la pelota,
corriendo, como podía,
para alejarse de la violencia,
soñando que era él
y que se daba vuelta la taba,
pero para bien,
esta vez para bien,
y la vida cantaba revancha.
“A mí
el Diego me hacía feliz”,
me dice,
y entiendo que el amor a los ídolos,
irracional, como todos los grandes amores,
está hecho de pequeñas historias.
De un pibito que corre en el potrero
y gambetea el dolor,
alentado por las voces del viento.
De una pibita que casi levita
cuando escucha la trompeta de “Penny Lane”
y concibe al verano como un milagro interminable.
De ilusiones que con el tiempo
van mutando en nostalgia,
en evocación,
y, cada tanto,
cuando estamos demasiado rotos
y pedimos gancho,
nos devuelven a la ingenuidad
de una tarde enero en la terraza y la radio,
o a la emoción de ese día de 1986 frente a la tele,
la familia entera,
el corazón en la boca y la boca en el grito.
“A mí
el Diego me hacía soñar”,
me dice,
y un poco llora.
“A
todos nos hizo soñar alguna vez”,
le digo yo, a modo de torpe consuelo.
Y no pienso pobre Diego.
Pienso pobre el que no entiende de sueños.
Pobre.
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