jueves, 26 de noviembre de 2020

DE SUEÑOS


 DE SUEÑOS

 

“A mí el Diego me hacía feliz”,

me dice el repositor del supermercado chino.

Tiene algunos años menos que yo

y renguea.

“Cuando yo era chico

la pasaba mal en mi casa.

Mi viejo la fajaba mucho a mi mamá.

Y yo no quería estar ahí. No quería.

Entonces  me iba al potrero

a correr detrás de la pelota,

y repetía 'la lleva el Diego,

la lleva el Diego,

la lleva el Diego'.

A mí el Diego me hacía soñar”.

 

Yo lo miro en su tristeza

y veo al pibito rengo

corriendo, como podía,

detrás de la pelota,

corriendo, como podía,

para alejarse de la violencia,

soñando que era él

y que se daba vuelta la taba,

pero para bien,

esta vez para bien,

y la vida cantaba revancha.

 

“A mí el Diego me hacía feliz”,

me dice,

y entiendo que el amor a los ídolos,

irracional, como todos los grandes amores,

está hecho de pequeñas historias.

De un pibito que corre en el potrero

y gambetea el dolor,

alentado por las voces del viento.

De una pibita que casi levita

cuando escucha la trompeta de “Penny Lane”

y concibe al verano como un milagro interminable.

De ilusiones que con el tiempo

van mutando en nostalgia,

en evocación,

y, cada tanto,

cuando estamos demasiado rotos

y pedimos gancho,

nos devuelven a la ingenuidad

de una tarde enero en la terraza y la radio,

o a la emoción de ese día de 1986 frente a la tele,

la familia entera,

el corazón en la boca y la boca en el grito.

 

“A mí el Diego me hacía soñar”,

me dice,

y un poco llora.

“A todos nos hizo soñar alguna vez”,

le digo yo, a modo de torpe consuelo.

Y no pienso pobre Diego.

Pienso pobre el que no entiende de sueños.

Pobre.


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