NO
SOS VOS, SOY YO. SOMOS LOS DOS. NO ES NADIE.
Cada vez que
le decías a nuestro hijo
“no sabés lo que era mamá de joven”
una
punzada de dolor me atravesaba el corazón.
Una
punzadita tipo alfiler de toca de monja.
Nada
demasiado grave.
Nada
que me impidiera seguir con la taza de café
y las
tostadas con mermelada de arándanos,
con
el monótono ajetreo del día.
Quizás
la frase fuera para vos
un
elogio genuino.
Quizás
no te percataras de que para mí
no
fue fácil dejar de ser la chica bonita
a los
que todos miraban cuando entraba en un bar.
La
chica bonita que mirabas vos
como
si fuera un regalo o un don.
La
chica que se entusiasmaba con las Navidades
y
decoraba la casa de punta a punta
(que las guirnaldas,
que el mantelito con muñecos de nieve,
que el centro de mesa).
La
que se indignaba con sus hermanos cuando proponían
dejar
de trajinar en la cocina y pedir pizza.
Pedir
pizza para Nochebuena era sacrílego.
Había
que cocinar, con delantalcito primoroso incluido.
Con “mira cómo beben los peces en el río” incluido.
Cocinar
y ser feliz
Vivir,
una vez al año,
en un
cuento de Dickens,
en
una sitcom de los ‘50,
en un
lugar mágico donde la Navidad
significara realmente algo.
Sí,
quizás mamá cuando era joven,
además
de linda era un poco tonta.
Yo
prefiero pensar que estaba ilusionada.
No
sos vos. Soy yo.
(Tremendo
cliché para hablar
de
una relación que hace agua).
Soy
yo la que no soporta mirarse al espejo.
La
que no soporta mirarse adentro.
La
que anota de madrugada,
en su
libretita de reproches,
todo
lo que no fue. Otro hijo.
O, por
lo menos, las tuyas sonriéndome
sin
sentir que le están mostrando los dientes
a la malvada madrastra.
Un
viaje a un lugar soñado. Un viaje nuestro.
No un
viaje mío y de una amiga,
en el que saco fotos que jamás vuelvo a mirar
mientras
vos te quedás trabajando.
Porque
ahí está tu libido.
Ahí
está la mejor porción de la torta de tu vida,
la de
la frutillita.
No en
mamá, ni vieja ni joven.
No
sos vos. O sí sos vos.
Somos
los dos.
Los dos
replegándonos durante años
en
caparazones de silencio
como
caracoles asustados.
Los
dos pensando que, al final,
el
otro no era lo que esperaba.
Te
pedí que no le dijeras nunca más a nuestro hijo
“no sabés lo que era mamá de joven”
y me
miraste asombrado.
No te
imaginaste jamás que esa frase
pudiera
incomodarme.
A vos
no te preocupa el paso de los años,
ni
sentís que las Navidades o los
cumpleaños te deban algo.
Aceptás
sin ningún remilgo que la vida sea
una
sucesión de días uniformes,
una
escalera a ningún cielo,
una
cinta de aeropuerto donde las valijas dan vueltas y vueltas
hasta
que la muerte las reconoce, las manotea
y las
rescata del mareo y del aburrimiento.
Y c'est fini.
It's all folks!
Yo
no.
Yo
quiero mi día maravilloso.
Mi
cuento de Dickens.
Mi
capítulo especial de Navidad de sitcom de los '50.
Mi
zanahoria colgada delante de la nariz
para
seguir dale que te dale,
porque
hay algo por lo que vale la pena no
quedarse quieto.
Necesito
moverme.
Para
no morir, necesito moverme.
No
sabés lo que sería mamá si la vieras
con
los ojos con los que, a veces,
la
ven los otros: con ojos de campanario.
Ojalá
pudieras verme así.
Quizás,
entonces,
yo
podría soltar el tañer de la piel,
sin
que la vergüenza, la desconfianza o el tedio
me anestesiaran.
Y llamarte,
otra vez, a la misa del cuerpo.
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