sábado, 7 de noviembre de 2020

NO SOS VOS, SOY YO. SOMOS LOS DOS. NO ES NADIE.

 

NO SOS VOS, SOY YO. SOMOS LOS DOS. NO ES NADIE.

 

Cada vez que le decías a nuestro hijo

“no sabés lo que era mamá de joven”

una punzada de dolor me atravesaba el corazón.

Una punzadita tipo alfiler de toca de monja.

Nada demasiado grave.

Nada que me impidiera seguir con la taza de café

y las tostadas con mermelada de arándanos,

con el monótono ajetreo del día.

Quizás la frase fuera para vos

un elogio genuino.

Quizás no te percataras de que para mí

no fue fácil dejar de ser la chica bonita

a los que todos miraban cuando entraba en un bar.

La chica bonita que mirabas vos

como si fuera un regalo o un don.

La chica que se entusiasmaba con las Navidades

y decoraba la casa de punta a punta

(que las guirnaldas,

que el mantelito con muñecos de nieve,

que el centro de mesa).

La que se indignaba con sus hermanos cuando proponían

dejar de trajinar en la cocina y pedir pizza.

Pedir pizza para Nochebuena era sacrílego.

Había que cocinar, con delantalcito primoroso incluido.

Con mira cómo beben los peces en el río incluido.

Cocinar y ser feliz

Vivir, una vez al año,

en un cuento de Dickens,

en una sitcom de los ‘50,

en un lugar mágico donde la Navidad significara realmente algo.

Sí, quizás mamá cuando era joven,

además de linda era un poco tonta.

Yo prefiero pensar que estaba ilusionada.

  

No sos vos. Soy yo.

(Tremendo cliché para hablar

de una relación que hace agua).

Soy yo la que no soporta mirarse al espejo.

La que no soporta mirarse adentro.

La que anota de madrugada,

en su libretita de reproches,

todo lo que no fue. Otro hijo.

O, por lo menos, las tuyas sonriéndome

sin sentir que le están mostrando los dientes

a la malvada madrastra.

Un viaje a un lugar soñado. Un viaje nuestro.

No un viaje mío y de una amiga,

en el que saco fotos que jamás vuelvo a mirar

mientras vos te quedás trabajando.

Porque ahí está tu libido.

Ahí está la mejor porción de la torta de tu vida,

la de la frutillita.

No en mamá, ni vieja ni joven.

  

No sos vos. O sí sos vos.

Somos los dos.

Los dos replegándonos durante años

en caparazones de silencio

como caracoles asustados.

Los dos pensando que, al final,

el otro no era lo que esperaba.

  

Te pedí que no le dijeras nunca más a nuestro hijo

“no sabés lo que era mamá de joven”

y me miraste asombrado.

No te imaginaste jamás que esa frase

pudiera incomodarme.

A vos no te preocupa el paso de los años,

ni sentís que las Navidades o los cumpleaños te deban algo.

Aceptás sin ningún remilgo que la vida sea

una sucesión de días uniformes,

una escalera a ningún cielo,

una cinta de aeropuerto donde las valijas dan vueltas y vueltas

hasta que la muerte las reconoce, las manotea

y las rescata del mareo y del aburrimiento.

c'est fini.

It's all folks!

  

Yo no.

Yo quiero mi día maravilloso.

Mi cuento de Dickens.

Mi capítulo especial de Navidad de sitcom de los '50.

Mi zanahoria colgada delante de la nariz

para seguir dale que te dale,

porque hay algo por lo que vale la pena no quedarse quieto.

Necesito moverme.

Para no morir, necesito moverme.

  

No sabés lo que sería mamá si la vieras

con los ojos con los que, a veces,

la ven los otros: con ojos de campanario.

Ojalá pudieras verme así.

Quizás, entonces,

yo podría soltar el tañer de la piel,

sin que la vergüenza, la desconfianza o el tedio

me anestesiaran.

Y llamarte, otra vez,  a la misa del cuerpo.


 

Arte: "Separación", Edvard Munch 


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