No recuerdo cómo se llamaba.
Tenía un nombre alemán impronunciable,
así que mis hermanos y yo la bautizamos
la
viejita de la otra cuadra.
En ese viejita
cabía
toda la ternura que nos provocaba:
era un rayo de carne blanca
levitando en su jardín de azucenas blancas,
levitando de tan frágil,
de tan el viento me levanta en andas.
De vez en cuando
le hacíamos algún mandado
y ella, agradecida,
dejaba caer en nuestras manos
un puñadito de monedas lustrosas
que tintineaban con alegría.
“Para
un kilito de pan”,
nos decía,
pero nosotros comprábamos caramelos,
chicles con tatuajes,
chupetines sabor Coca
Cola.
Cuando empecé la escuela secundaria
pasaba todos los días frente a su jardín inmaculado
y me detenía cinco minutos
para hablar con ella.
Hablábamos de plantas, de pájaros,
y, cuando estaba triste,
del nieto muerto,
un zorro gris
al que un camionero
le había pasado por encima
en una de esas tragedias de tránsito
tan en boga hoy en día.
Las azucenas eran para el nieto.
Siempre.
El día que cumplí quince años
recibí una docena de ramos de flores.
Once, acicalados con celofán y moños de rafia,
provenían de las florerías del barrio
(vivir cerca de un cementerio hace que las florerías
sean negocios tan comunes
como las verdulerías o los almacenes).
El número doce era uno de azucenas blancas
que la viejita
había preparado con la misma ternura
con la que nosotros la habíamos apodado.
Cuando crecí un poco le pedí algunos bulbos
y los planté cuidadosamente.
Las azucenas reventaron en el fondo,
pétalos de gasa con pistilos dorados,
y cuando la
viejita murió
y tapiaron su jardín
algo de ella quedó flotando en mi casa,
un rayo de carne blanca anunciando
lo mejor de la primavera.
Desde entonces,
cada 11 de noviembre,
tengo un ramo de azucenas blancas.
Un ramo gigante de azucenas blancas.
Que me recuerda que,
aunque los años pasen
y la gente querida se vaya,
la vida insiste.
El amor insiste.
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