La desnudez de mi madre me conmueve.
Es una premonición,
un espejo de futuro
donde mi cuerpo abraza
su cuota de crepúsculo.
El cuerpo.
Ese camino ancho donde la vida corre
y va dejando huellas,
escamas pálidas donde hubo peces rojos,
sudarios de hollín donde hubo hogueras,
pliegues, blanduras, grietas,
La desnudez de mi madre me emociona.
Con el mismo esmero con el que bañaba a mi hijo
la unjo con jabón y ternura.
Me miro en ese cuerpo,
me leo en esa historia,
en esa vasta soledad de campo abierto.
Su desnudez es el invierno
pero es, también, una manta,
una taza de café caliente,
un lugar junto al fuego.
Nos enseñaron a amar la belleza de los 20 años,
rotunda, empedernida.
Nos enseñaron que esa belleza era la única
(y nos pasamos la vida corriendo
detrás de un conejo esquivo,
una presa de luz que se deshizo
entre los dientes de junio,
eso que fuimos y perdura en las fotografías,
en la memoria de una noche perfecta).
Sin embargo, hay otra belleza.
Brutal. Inevitable.
Cruda
como una pintura de Lucian Freud:
la insólita hermosura que trasunta
la desnudez de mi madre
mientras enjabono su espalda con suavidad
y el agua cae sobre sus hombros
como el cielo cae
sobre el canto de los pájaros.
Del poemario “El corazón de mi madre”, Apócrifa Editorial (2022)
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