SALA 1
Hace unas horas que mi madre abandonó Unidad Coronaria.
La trasladaron a una sala para dos
que esta noche no comparte.
Mi madre está y no está:
va y viene
de la luz a la oscuridad,
de las canciones de Elvis a las jeringas,
de los 16 años
a esta pequeña vida de hospital
que devora la luz
como una oruga intermitente.
A veces
me llama por mi nombre.
A veces me dice mamá.
A veces me mira sin entender mi cara,
como si yo fuese una extraña,
otro fantasma que arrastra por los pasillos
su hastío y sus zapatillas blancas.
Hace un frío inusual para febrero.
Mamá pide una frazada.
Y otra.
La vida de hospital es pequeña y helada
aún en pleno verano.
Me trepo a la cama vacía
para desenchufar un aire acondicionado que nadie apagó
a pesar de mis ruegos
("Tiene neumonía, por favor, por
favor").
Mamá tiene frío,
yo tengo frío.
Ella duerme de a ratos
y yo me acurruco
en un colchón desnudo forrado en plástico,
con olor a Lysoform y a miedo.
La escucho quejarse en sueños.
"Falta poco",
le digo (me digo)
pero no sé cuánto falta,
cuántas madrugadas como esta
tenemos por delante,
cuántas jeringas,
cuántos antibióticos,
cuánto Lysoform,
cuánto plástico.
Cuántas enfermeras con pestañas postizas,
discretas como Kim Kardashian,
refunfuñando cada vez que pido algo.
Las horas se estiran como siglos.
Si por lo menos hubiera aprendido a rezar.
En mi cabeza
Elvis recita un poema de Hsiao Kang:
"Pregunta por la medida del dolor.
Se calcula por la duración de la noche".
Del poemario "El corazón de mi madre", Apócrifa Editorial (2022)
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