Hoy,
por fin, mi madre vuelve a casa.
Cada
vez que pensé en este día
lo
imaginé mucho más feliz.
Pero
llueve a cántaros
y
mamá está dolorida y cansada.
Ni
siquiera quiere sacarse el camisón:
“Poneme el vestido arriba y ya está”,
me
dice en un hilo de voz.
Mientras
mi hermano espera a un camillero,
yo voy de aquí para allá con papeles
e
intento que alguien me informe los horarios
de
su nueva grilla de medicamentos.
Cuando
pongo un pie fuera de la clínica
juro
no volver a pisarla nunca más,
aunque
sé que en un par de días tenemos que volver
a
ver al cirujano.
“Por lo menos es lindo y amable, pienso,
y mira a sus pacientes a los ojos,
no como esos médicos de cabecera
que ni siquiera conocen sus caras.
Los viejos dejan en un buzón
un sobre con la listita de lo que necesitan
y la otra semana retiran sus recetas.
No importa lo que pidan:
hipnóticos, barbitúricos,
20 pastillas de éxtasis…”
Subo
al auto donde mi madre y mi hermano me esperan.
El
viaje de vuelta al hogar es inusualmente silencioso.
Tengo
ganas de llorar.
Tengo
miedo de esta noche
(la
primera noche que mamá pasará en cama,
sin
que la despierten a las 5 de la mañana,
sin
que la pinchen,
sin
que le ajusten la faja hasta el desmayo,
enteramente
a mi cuidado).
Tengo
miedo de no estar a la altura.
Cuando
mi madre baja del auto,
sostenida
por mi hermano,
es
ella la que llora.
Pero
no es un llanto de miedo:
es
un llanto de alivio.
Por
fin, por fin, por fin.
Por fin.
Bienvenida
a casa, mamá.
Ya
nos vamos a arreglar.
Del poemario "El corazón de mi madre", Apócrifa Editorial (2022)
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