Soñé que me ahogaba en un estanque
y que flotaba en el agua
casi tan hermosa como la Ofelia de Millais,
boca arriba, palmas arriba,
junto a puñados de margaritas
arrancadas de los arbustos cercanos.
En el cuadro, las margaritas son unas
pocas,
pero hay otras tantas flores que
convierten a Ofelia
y a su entorno
en un extraño ecosistema de muerte y
primavera.
En mi sueño sólo había margaritas.
Representan el candor, dicen. No sé.
Quizás representen lo sencilla que
hubiera deseado ser,
vivir donde el verde,
desconocer un montón de palabras
rimbombantes
que no alcanzan
para arañarle la cara al silencio.
Claro que no soy tan joven como Ofelia.
Ni tan hermosa. Ni tan inocente
(no llevo un collar de violetas que
confirme,
mi estado de virginidad perpetua;
el amor se hizo en mí y en mí se deshizo,
cuando las piernas empezaron a acusar su
cansancio).
Pero cuando flotaba inmóvil en ese
estanque
y podía verme, como quien se mira
en una estúpida filmación casera,
sentía lo mismo que siento el mirar el
cuadro:
Ofelia se va a disolver hasta ser una con el
agua
o va a desaparecer en una onda gigantesca
y repentina;
esto no es un final, esto es una mujer
reencontrándose con el hogar primigenio.
Al
mirarme en ese estanque, inerte,
boca
arriba, palmas arriba,
supe
que yo necesitaba también volver a mi albergue primitivo.
Volver
al útero del agua y parirme
con el
corazón más inclinado hacia el lado de las margaritas
y menos
hacia el de las tristezas.
Con
menos palabras que decir
pero
más verde en el cuerpo.
Arte: "Ophelia", John Everett Millails
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