Mi madre nunca
tuvo paciencia para peinarme.
Por eso,
mientras mi
cabeza estuvo bajó su potestad
usé el pelo
cortísimo.
A los once o
doce años
ya me peinaba
sola,
pero mi cabeza
seguía siendo feudo materno
y, según su
curioso parámetro,
los rulos eran
desprolijos.
En vacaciones
la vigilancia
sobre mi melena desbordada
se relajaba un
poco.
Y era hermoso
ser libre en verano,
y enredarme
con el recuerdo
de los novios de la escuela que extrañaba
y las bandadas
de mariposas que aparecían en enero.
Con los hilitos
verdes que planeaban en la tarde
cando el tío
cortaba el pasto.
Pero marzo me
encontraba, invariablemente,
llorando en la
peluquería del barrio.
Las tijeras
anunciaban el inicio de las clases.
Y yo volvía a
ser la chica que odiaba,
la chica de pelo corto.
Para
conformarme,
mi madre me
decía que con ese peinado exiguo
me parecía a Gina Lolobrígida
(una mentira no
exenta de ternura
que hoy evoco
con una sonrisa).
Y yo la
detestaba, claro,
porque quería
parecerme a mi hermana,
que usaba el
pelo largo
y se podía
hacer trenzas, rodetes y colitas,
todo lo que a
mí me estaba vedado.
Quería
parecerme a las otras chicas del colegio
y me
deslumbraba
cada vez que mi
mejor amiga lavaba su pelo larguísimo
en la pileta
del patio de su casa,
y el sol
reverbera en las gotitas de agua
que esbozaban
sobre su cabeza
un manto de
diosa, de princesa,
de santa de
estampita.
Cuando cumplí
los dieciocho
empecé a dejar
que mi melena creciera.
Nunca
demasiado, porque me cuesta peinarme.
Nunca lo
suficiente como para extinguir
la pesadilla
recurrente en la que me la cortan
contra mi
voluntad
y vuelvo a ser
la chica de pelo cortísimo
que llora dos o
tres días
hasta que se
acostumbra a verse en el espejo
con la cabeza
desmontada
y se encoge de
hombros pensando
más se perdió en la guerra.
Alguien me
escribió hace poco sólo para decirme
que mi peinado
era horrible.
Podría haberle
contestado que no era un peinado,
que era un nido
donde cobijo
a todos esos
pajaritos castaños
que se quedaron
sin abrigo allá por los ’70,
en la humilde
peluquería de la Coca.
Pero no me
hubiera entendido
y, además de
mal peinada,
me hubiese
juzgado loca.
Y porque a esta
altura de mi vida
lo que menos me
preocupa
es incomodar a
los demás con mis desbordes.
Capilares o de los otros.
Arte: (simonmasters / Getty Images)
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