Creo
en las hadas, pero soy una mujer mortal,
dijo Bridget mientras la torturaban.
Pero no la escucharon:
una mujer mortal obedece a su
marido,
baja los ojos,
acepta con naturalidad un insulto
o un golpe,
no gana su propio dinero,
no dispone de su propio dinero.
Una mujer mortal no usa medias
negras,
no hace del cuerpo
un territorio ingobernable
donde nadie puede plantar bandera,
suplica, se arrodilla, se arrastra.
Soy Bridget
Cleary,
repitió, atada a la cama,
ahogada en lágrimas y vómito,
mientras la hacían tragar a la
fuerza
tónicos y brebajes.
Pero no la escucharon:
era claro que Bridget había sido suplantada
por un ser sobrenatural que no pedía
permiso,
ni daba explicaciones,
ni mendigaba perdón por faltas
imaginarias.
Una mujer mortal
(una esposa como Dios manda)
pare hijos como una coneja atolondrada,
sonríe y acata,
sonríe y cumple,
sonríe y se pudre por dentro
sin un gemido, sin una queja.
Y cuando el viento sopla por las
noches
y arrasa con el verde y los gorriones,
se acurruca en su hombre
para ahuyentar al miedo.
Porque una mujer mortal teme.
Necesita que ese hombre le acaricie
la cabeza
y le diga que la tormenta no tocará
su casa.
Creo
en las hadas, pero soy una mujer mortal,
dijo Bridget mientras su marido
la empapaba en aceite de lámpara
y acercaba un fósforo a su camisa
blanca.
Mientras ardía
(mientras sus medias, por fin, imploraban perdón
y el fuego la revelaba como una
hembra perecedera,
como un cúmulo de carne chamuscada)
Bridget
supo la muerte y no supo
si su pecado había sido creer en las
hadas,
ser mujer, ser mortal,
o no haber sabido
agachar la cabeza a tiempo.
Bridget Cleary fue una mujer irlandesa asesinada por su marido en 1895. Su esposo dio como motivo del crimen la creencia de que la mujer (inusualmente independiente para la época) había sido secuestrada por las hadas y reemplazada por un polimorfo. Bridget fue brutalmente torturada y prendida fuego mientras aún estaba viva o inmediatamente después de su muerte.
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