Armamos
un arbolito humilde,
como
todos los años,
aunque
yo soñaba con un árbol enorme,
iluminado
con velas, como el de Doña Ana,
la
alemana que vivía al lado
y se
había muerto en un accidente estúpido
(todavía
recuerdo su cabeza rota en el piso,
como
una fruta que, de tan madura, había reventado,
y
nuestro espanto niño congelado
entre
las corridas y los gritos).
Armamos
un arbolito chiquito,
con
pocas luces, pocas guirnaldas,
algunas
bolas rojas y doradas,
una estrella
en la punta.
Estaba
algo torcido,
pero
no me importó.
Estaba
acostumbrada a las cosas torcidas:
la
casa en falsa escuadra,
las
tortas con joroba,
los
subrayados de mis cuadernos
que se
amotinaban
contra
el orden arbitrario
establecido
por las maestras.
Ese 24
de diciembre
cenamos
en la casa de la abuela,
y
ella, como siempre, se fue a la cama temprano.
Pero a
las 12 en punto
corrimos
a despertarla para el brindis,
y
desearle Feliz Navidad.
El
brindis de Navidad nos gustaba
mucho
más que el de Año Nuevo.
Porque
en el brindis de Año Nuevo
la
abuela vaticinaba
que el
entrante iba a ser su último año
y
nosotros aborrecíamos esa profecía que,
inexorablemente,
se iba a cumplir alguna vez.
Hacía
cuatro años que no teníamos padre.
Y todavía
dolía,
aunque
armáramos un arbolito
y
brindáramos,
y
dijéramos Feliz Navidad entre risas,
mientras
abríamos los regalos.
En la
Navidad de 1980
tuve
mi primer disco de Los Beatles.
Tengo
cincuenta y dos Navidades a cuestas
y no
recuerdo los regalos que recibí
en
ninguna de ellas.
Salvo
ese disco de Los Beatles.
Ese
precioso disco de Los Beatles.
Un
regalo de grande.
Porque,
en la Navidad de 1980,
yo
tenía trece años y florecía.
Florecía
a un ritmo tan acelerado
que
las muñecas con las que había dormido
semanas
atrás
me
estaban sobrando.
En la Navidad de 1980
cerré
para siempre la puerta de mi infancia
con
música de Los Beatles.
Como por arte de magia.
Desde
entonces
los
escucho cada día de mi vida
a ver
si logro revertir el hechizo.
Hasta
ahora no tuve suerte.
Pero quién sabe.
Quién sabe.
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