Otra
vez me sentí morir.
Otra vez sentí que el aire
era una masa viscosa, irrespirable,
y que los pulmones agonizaban
como álamos en un bosque
mordido por el fuego.
Otra vez sentí que el corazón se aceleraba
y corría en círculos como un caballo desbocado
golpeando mi pecho con sus patas hondas,
sabiendo que en cualquier momento lo derriban
en medio de su propio laberinto,
sin haber encontrado la salida,
sin haber deseado o perdonado lo suficiente.
Otra vez me estremeció
la inminencia del desastre.
Y me hice sudor en la cornisa del miedo.
Y me hice escalofrío en una boca
que no sabe a quién decir
cuando dice amor.
Como
pude, encendí las luces de toda la casa
porque la oscuridad
siempre
tiene las mejores cartas.
Pero no. Falsa alarma.
No era la muerte.
En la fiesta repentina de la luz
los pulmones descorcharon su alivio,
el
corazón volvió a su pasito manso,
y me acomodé, de a poco,
a la
normalidad del cuerpo.
Me pasa de noche, en la oscuridad.
Papá murió de noche, será por eso.
Papá
se acostó y la oscuridad se lo tragó entero.
Yo no
sé de quién serán
los
ojos de la muerte cuando venga.
Tampoco
me importa demasiado:
sé que va a estar oscuro y no voy a poder verlos.
Pero espero que tenga las manos de mi padre
y me toque la frente como él lo hacía
antes
de que mis párpados se dieran por vencidos.
Y el último bostezo se convirtiera en la llave
que abriese un sueño largo, dulce, sin sobresaltos.
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