sábado, 19 de diciembre de 2020

ARREGLANDO EL JARDÍN


ARREGLANDO EL JARDÍN

 

Ayer me dediqué a arreglar el jardín.

Tengo las manos ásperas

y alguna uña rota.

No me gusta usar guantes.

Me gusta la tierra: su olor, su textura.

Me gusta escarbar a puro tacto

en ese mundo furtivo

habitado por los seres que huyen de la luz.

Con cuidado,

para que ninguno salga herido.

Para que ninguna vida se pierda.

Vi la película de Brad Pitt en el Tibet

y supongo que cualquier lombriz

puede ser un alma

que decidió bajarse del caos humano

y eligió reencarnar en un edén oscuro,

sin sobresaltos.

Creo en todo y no creo en nada.

 

Él también se dedicó a arreglar el jardín.

Pero no lo arreglamos juntos

Cada uno lo hizo por su cuenta.

Como hacemos todo hoy.

Somos como esos niños muy pequeños

que juegan uno al lado de otro

pero no juegan juntos.

Cada uno está en su mundo,

en su flor,

en su cuadradito de pasto.

No nos dirigimos la palabra, casi.

Pero cuando cedió a la odiosa manía

de podar mis enredaderas

(mi preciosa mburucuyá roja,

que se desmadró y suelta su magia andariega

en los lugares más inesperados)

estuve tentada de decirle

que trabajábamos en un jardín

y no en una planilla de cálculo.

Me callé, sin embargo.

Me cuesta mucho hablar,  hablarle.

Me cuesta el ejercicio de hacer vibrar

mis cuerdas vocales,

mover la lengua y los labios,

construir un puente de aire

que se desvanece

antes de que un gesto de amor

pueda cruzarlo.

 

Siento que a mi lado

está jugando un extraño.

Y que en cualquier momento

una voz dulce canturreará

“A guardar, a guardar”,

y yo recogeré mis flores,

mis lombrices,

mis dolores no dichos,

lo poco que queda de mi risa,

y me iré seguir jugando sola,

a un lugar donde las enredaderas

escriban su alegría

sin respetar ni márgenes ni renglones.

A un lugar que juzgue

verdaderamente mío.

 

Arte: Phyllis Tarlow

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