ARREGLANDO EL JARDÍN
Ayer
me dediqué a arreglar el jardín.
Tengo
las manos ásperas
y
alguna uña rota.
No me
gusta usar guantes.
Me
gusta la tierra: su olor, su textura.
Me
gusta escarbar a puro tacto
en
ese mundo furtivo
habitado
por los seres que huyen de la luz.
Con
cuidado,
para
que ninguno salga herido.
Para
que ninguna vida se pierda.
Vi la
película de Brad Pitt en el Tibet
y
supongo que cualquier lombriz
puede ser un alma
que
decidió bajarse del caos humano
y
eligió reencarnar en un edén oscuro,
sin
sobresaltos.
Creo
en todo y no creo en nada.
Él
también se dedicó a arreglar el jardín.
Pero
no lo arreglamos juntos
Cada
uno lo hizo por su cuenta.
Como
hacemos todo hoy.
Somos
como esos niños muy pequeños
que
juegan uno al lado de otro
pero
no juegan juntos.
Cada
uno está en su mundo,
en su
flor,
en su
cuadradito de pasto.
No
nos dirigimos la palabra, casi.
Pero
cuando cedió a la odiosa manía
de
podar mis enredaderas
(mi preciosa
mburucuyá roja,
que se
desmadró y suelta su magia andariega
en
los lugares más inesperados)
estuve
tentada de decirle
que
trabajábamos en un jardín
y no
en una planilla de cálculo.
Me
callé, sin embargo.
Me
cuesta mucho hablar, hablarle.
Me
cuesta el ejercicio de hacer vibrar
mis
cuerdas vocales,
mover
la lengua y los labios,
construir
un puente de aire
que
se desvanece
antes
de que un gesto de amor
pueda
cruzarlo.
Siento
que a mi lado
está
jugando un extraño.
Y que
en cualquier momento
una
voz dulce canturreará
“A guardar, a guardar”,
y yo
recogeré mis flores,
mis
lombrices,
mis
dolores no dichos,
lo poco
que queda de mi risa,
y me
iré seguir jugando sola,
a un
lugar donde las enredaderas
escriban
su alegría
sin
respetar ni márgenes ni renglones.
A un
lugar que juzgue
verdaderamente
mío.
Arte: Phyllis Tarlow
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