LA LINDA
Era
linda, sí.
No la
más linda del barrio
pero
sí lo suficientemente linda
como
para que se dieran vuelta en la calle
a
mirarme
o me
dijeran algún piropo
cuando
volvía de la escuela.
Hoy en
día esas cosas me parecen un horror
pero
en ese entonces resultaban naturales.
¿Cómo
no iban a ser naturales
si en
la publicidad del desodorante de moda
un
perfecto desconocido le regalaba un ramo de flores a una chica
porque
sí,
porque
olía bien,
porque
era linda?
Era
linda, sí.
Pero,
además, era joven.
Estaba
acostumbrada a sentirme orgullosa
cuando
un pibe con el que jamás iba a salir
reclamaba
mi afecto todas las semanas.
El
romántico que no se daba por vencido.
La
gota que horadaba la piedra.
Estaba
acostumbrada a sentirme avergonzada o culpable
si
alguien me decía puta porque usaba la pollera demasiado corta.
Me
criaron mi mamá,
los
libros de texto de la escuela primaria,
la
televisión, las revistas femeninas.
Lo que
se esperaba de mí era bastante claro.
Ser
linda,
ir por
el mundo adornando la vida de los demás.
Pasados
los veinte
(pero
no tan pasados,
no
fuera cosa de que el tiempo me jugara una mala pasada
y me
marcara con la letra escarlata
de la
soltería eterna)
buscar
un chico lindo (un buen proveedor),
casarme,
y dejar de ser la linda para mutar
en esposa y madre solícita.
Cortarme
el pelo, claro,
pero
no engordar un gramo.
Porque
cuando fuera mi hija
la que
se convirtiera en la linda
yo iba
ser su espejo de futuro
(si
querés saber cómo va a ser una mujer cuando los años pasen factura
mirá a
su mamá:
quedate
con la que tiene una madre que no engordó,
que
sirve la mesa y lava los platos sonriendo,
que
nunca se dio la cabeza contra la pared,
por lo
menos en público).
Era
linda, sí.
No la
más linda del barrio
pero
sí lo suficientemente linda
como
para creer que la belleza
era lo
mejor que tenía.
Porque
a las lindas los desconocidos les regalaban flores.
O
chocolates.
O
latitas de Coca Cola.
Porque
las lindas eran
las
que hacían girar el mundo.
Me
habían envenenado
la
televisión,
las
revistas femeninas,
las
publicidades.
Los
patovicas parados en la puerta de los boliches
que te
miraban de arriba abajo y sentenciaban
vos entrás, vos no, vos sí, vos no, vos no.
Me
habían envenenado, como a todas.
Hace
años que me jacto de haber encontrado el antídoto.
Sin
embargo,
hace
años también,
que
hago el amor con la luz apagada
y me
ducho con los ojos cerrados.
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