PENSAR EN LA MUERTE
Pienso mucho en la muerte.
Es un lujo que puedo darme
porque tengo la panza llena,
dirán algunos.
Es un dudoso lujo que no puedo abandonar
desde que a los 8 años vi morir a mi padre.
Cuando escuché morir a mi padre:
intentó respirar por última vez y hubo un ruido
(un ruido áspero, crepitante,
que imaginé como la bota de un ogro aplastando su
garganta).
Un ruido feroz y, después,
el corazón de papá salteándose la vida,
un silencio espeso acampando donde,
hacía apenas unas horas,
había risas, retos, trajín cotidiano.
A mi hermano no lo vi morir:
lo vi muerto.
Hacía una semana que estaba muerto cuando lo encontré,
un bulto oscuro discrepando
con las baldosas blancas de su cocina
(y fue como entrar en la cocina de la muerte,
en su insidioso laboratorio;
pude ver su trabajo después del silencio,
eso que las flores y la tierra ocultan para bien de
todos,
la hinchazón, los rasgos licuados,
el olor a infierno).
Con mi hermano llegué después del ruido.
Mucho después.
El único ruido que puedo asociar a su cadáver
es mi grito partiendo en dos
una tarde antinatural como una manzana de cera.
Pienso mucho en la muerte.
Todos los días tarareo “Causas y azares”
y esa es mi forma más habitual de pensar en la muerte:
“Cuando Pedro salió a su ventana
no sabía, mi amor, no sabía,
que la luz de esa clara mañana
era luz de su último día…”
¿No sabía?
¿Realmente no sabía?
¿No hubo una señal,
la huella de un dedo ajeno
en el marco de la
ventana,
un voz discordante en
el monólogo del sol?
¿Cuándo uno abre los
ojos
el día que va a
morir
no presiente que hay
algo que se está escapando,
algo que se está
yendo,
un círculo que se
cierra a medida que las horas avanzan
en su simulacro de
rutina?
Pienso mucho en la
muerte.
Es un lujo que puedo darme
porque tengo la panza llena,
dirán algunos.
Probablemente tengan
razón.
Arte: Travis Bedel
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