INSOMNIO
Dejé de contar ovejas
cuando las ovejas se rebelaron.
Dejaron de saltar la tranquerita,
se apiñaron
y empezaron a mirarme fijamente
con sus ojos hermosos y húmedos.
Yo también comencé a mirarlas con detenimiento
y me di cuenta de que no eran todas iguales:
había sutiles diferencias entre ellas
que las hacían únicas, diferentes,
individuos.
El paso siguiente, por supuesto,
fue bautizarlas.
Siempre me jacté de ser una persona creativa,
así que ninguna de mis ovejas
se llamó Blanquita
o Copito de nieve.
Todas fueron ungidas con nombres de diosas nórdicas
o reinas africanas.
Y digo mis
ovejas
porque a esta altura
habían dejado de ser un puñado de animales de nadie,
adiestrados por algún ente misterioso
para saltar la tranquerita del insomnio,
y se habían convertido en mis amigas,
mis confidentes,
mis cómplices.
Les conté cada detalle de mi vida
(les conté por qué no dormía,
por qué nunca dormía,
les hablé del terror de vivir colgada
de un hilito efímero
esperando el golpe de tijera,
y entonces, chau,
c'est
fini,
la nada).
Dejé de contar ovejas
cuando las ovejas se rebelaron.
Después
empecé a contar pastillas.
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