miércoles, 30 de diciembre de 2020
lunes, 28 de diciembre de 2020
sábado, 26 de diciembre de 2020
DANIELITO CUMPLE UN AÑO
DANIELITO CUMPLE UN AÑO
Danielito cumple un año.
Está aprendiendo a caminar
y las
hermanitas lo llevan de la mano,
de acá
para allá.
Y le
arreglan la ropa
desaliñada
por el juego.
Lo cuidan.
Como
si fuera uno de los bebotes
que la Navidad dejó
al
pie del pino del jardín de la abuela
dos
noches atrás.
Mamá recoge las margaritas
de su
vestido tableado,
ese que le queda tan bien,
y
hace un ramo de luz
con
sus tres hijos y las flores.
Danielito asoma su cabecita perfecta
entre pétalos blancos y botones amarillos.
y balbucea sus primeras palabras.
“Un bebote que camina y habla”,
piensan
las hermanitas.
Y
sienten que son la envidia
de las nenas del barrio
que
tienen que conformarse
con arropar muñecas de plástico.
Un año. Danielito cumple
un año.
El
jardín es una fiesta improvisada
y el regalo es el sol.
El regalo es la tríada reluciente
que
le dice que sí al verano,
que salta desde el ramo de margaritas
al regazo de mamá
y da vueltas en su vestido calesita,
estirando los brazos para alcanzar
la sortija del beso.
El vestido tableado.
Ese
que mamá se pone
para
su mejor sonrisa.
Porque
todo esto pasa
mucho
antes que la muerte,
y el
tío saca las fotos,
y papá
está por llegar.
Todo esto es una película nueva
que
todavía exuda nitidez.
Una
película que el recuerdo exhibirá
una y
mil veces, hasta gastarla, casi,
y
revoloteará en el huerto de la memoria
como una mariposa perfecta.
26 de
diciembre de 1971.
Uno de esos días en los que Dios
te
sirve las perdices.
Un pedacito de vida que valió la pena vivir
Quizás
con eso deberíamos quedarnos.
Con
esos cumpleaños de risas y tortas caseras.
de velitas sopladas dos o tres veces,
porque
una no alcanzaba,
y
abejas pinchadas en las flores
con alfileres de polen.
Pinchadas a favor de su voluntad,
sin que les duela.
Y tachar del almanaque
todos
esos otros días anodinos
en los que no festejamos nada.
Los días de jarabe para la tos
y demasiados deberes en la escuela.
Los días de adioses húmedos
Danielito cumple un año.
El todavía cree
que
su techo son mamá y papá.
Es
demasiado chiquito
como
para comprender
que su techo es el cielo.
viernes, 25 de diciembre de 2020
NAVIDAD DE 1980
Armamos
un arbolito humilde,
como
todos los años,
aunque
yo soñaba con un árbol enorme,
iluminado
con velas, como el de Doña Ana,
la
alemana que vivía al lado
y se
había muerto en un accidente estúpido
(todavía
recuerdo su cabeza rota en el piso,
como
una fruta que, de tan madura, había reventado,
y
nuestro espanto niño congelado
entre
las corridas y los gritos).
Armamos
un arbolito chiquito,
con
pocas luces, pocas guirnaldas,
algunas
bolas rojas y doradas,
una estrella
en la punta.
Estaba
algo torcido,
pero
no me importó.
Estaba
acostumbrada a las cosas torcidas:
la
casa en falsa escuadra,
las
tortas con joroba,
los
subrayados de mis cuadernos
que se
amotinaban
contra
el orden arbitrario
establecido
por las maestras.
Ese 24
de diciembre
cenamos
en la casa de la abuela,
y
ella, como siempre, se fue a la cama temprano.
Pero a
las 12 en punto
corrimos
a despertarla para el brindis,
y
desearle Feliz Navidad.
El
brindis de Navidad nos gustaba
mucho
más que el de Año Nuevo.
Porque
en el brindis de Año Nuevo
la
abuela vaticinaba
que el
entrante iba a ser su último año
y
nosotros aborrecíamos esa profecía que,
inexorablemente,
se iba a cumplir alguna vez.
Hacía
cuatro años que no teníamos padre.
Y todavía
dolía,
aunque
armáramos un arbolito
y
brindáramos,
y
dijéramos Feliz Navidad entre risas,
mientras
abríamos los regalos.
En la
Navidad de 1980
tuve
mi primer disco de Los Beatles.
Tengo
cincuenta y dos Navidades a cuestas
y no
recuerdo los regalos que recibí
en
ninguna de ellas.
Salvo
ese disco de Los Beatles.
Ese
precioso disco de Los Beatles.
Un
regalo de grande.
Porque,
en la Navidad de 1980,
yo
tenía trece años y florecía.
Florecía
a un ritmo tan acelerado
que
las muñecas con las que había dormido
semanas
atrás
me
estaban sobrando.
En la Navidad de 1980
cerré
para siempre la puerta de mi infancia
con
música de Los Beatles.
Como por arte de magia.
Desde
entonces
los
escucho cada día de mi vida
a ver
si logro revertir el hechizo.
Hasta
ahora no tuve suerte.
Pero quién sabe.
Quién sabe.
jueves, 24 de diciembre de 2020
miércoles, 23 de diciembre de 2020
ATAQUE DE PÁNICO
Otra
vez me sentí morir.
Otra vez sentí que el aire
era una masa viscosa, irrespirable,
y que los pulmones agonizaban
como álamos en un bosque
mordido por el fuego.
Otra vez sentí que el corazón se aceleraba
y corría en círculos como un caballo desbocado
golpeando mi pecho con sus patas hondas,
sabiendo que en cualquier momento lo derriban
en medio de su propio laberinto,
sin haber encontrado la salida,
sin haber deseado o perdonado lo suficiente.
Otra vez me estremeció
la inminencia del desastre.
Y me hice sudor en la cornisa del miedo.
Y me hice escalofrío en una boca
que no sabe a quién decir
cuando dice amor.
Como
pude, encendí las luces de toda la casa
porque la oscuridad
siempre
tiene las mejores cartas.
Pero no. Falsa alarma.
No era la muerte.
En la fiesta repentina de la luz
los pulmones descorcharon su alivio,
el
corazón volvió a su pasito manso,
y me acomodé, de a poco,
a la
normalidad del cuerpo.
Me pasa de noche, en la oscuridad.
Papá murió de noche, será por eso.
Papá
se acostó y la oscuridad se lo tragó entero.
Yo no
sé de quién serán
los
ojos de la muerte cuando venga.
Tampoco
me importa demasiado:
sé que va a estar oscuro y no voy a poder verlos.
Pero espero que tenga las manos de mi padre
y me toque la frente como él lo hacía
antes
de que mis párpados se dieran por vencidos.
Y el último bostezo se convirtiera en la llave
que abriese un sueño largo, dulce, sin sobresaltos.
martes, 22 de diciembre de 2020
lunes, 21 de diciembre de 2020
MUJER MARAVILLA
Durante
mucho tiempo
quise
ser la Mujer Maravilla.
Pero
debo confesar
que
lo que menos me importaba
era
darle su merecido a los malos.
Yo
quería ser la Mujer Maravilla por el
traje.
La
tiara, los brazaletes.
El
bombachón azul con estrellas
y ese
corset rojo y dorado que resaltaban
la
increíble figura de Lynda Carter.
Las
botas. Tenía una obsesión con las botas.
Supongo
que a los diez años
es más
atractivo lucir un vestuario de ensueño
que
salir a cazar villanos.
Rebobinemos,
entonces:
nunca
quise ser la Mujer Maravilla.
No
corro, no hago piruetas,
no
soy capaz de pegarle a nadie.
Y, si
me apuran un poco,
hasta
los malos me dan lástima
(andá
a saber qué infancia horrible tuvo
el
infame de turno).
Lo
que yo quería
era
ponerme el traje de la Mujer Maravilla.
La
tiara, los brazaletes, las estrellas.
Quería
tener la figura de Lynda Carter
y salir en un poster de la TV Guía
con
las rutilantes botas rojas
y el
lazo de la verdad de adorno.
Y que
de hacer justicia se encargara Superman.
Yo,
que tengo mi lado superfluo, como todos,
y
adoro la ropa,
no
tuve en mi vida
la
oportunidad de lucir grandes trajes.
No
tuve vestido de primera comunión
de
canesú primoroso.
Ni de
quince, estilo princesa.
Ni
siquiera de novia
(aunque
sí elegí uno vintage que vi en una
revista
cuando
mi hermana se casó,
muy años 20, con sombrero cloche y todo;
un vestido que quedó para el será en la próxima vida).
Pero,
aunque nunca salí en la TV Guía,
sí
tuve en un Carnaval
mi
añorado traje de Mujer Maravilla.
Con
una bombacha de stretch azul,
un
pedazo de cortina roja,
unas
botas de lluvia pintadas con témpera
y
mucha cartulina y papel glasé metalizado,
mi
hermana me cumplió el sueño:
Mujer Maravilla por un día.
Sin
salir a cazar rufianes.
Sin
la figura de Lynda Carter.
Pero Mujer Maravilla al fin.
Creo
que ese gesto fraterno,
esa
voluntad de hacer mucho con tan poco,
fueron uno de los más grandes regalos
que
recibí en mi vida.
Hace
rato que dejé de lado
mis
veleidades de Mujer Maravilla.
Y no
porque no puedo y no debo con todo,
como pregonan
las chicas más jóvenes,
en
sus justos reclamos.
Ni
siquiera porque me vería ridícula
enfundada
en un traje diseñado
para
una heroína joven y esbelta.
Sino
porque impartir justicia no es lo mío
A mí
me tira el perdón.
Andá
a saber qué le pasó de chico
al
desgraciado que se me metió adelante de prepo
en la
cola de la farmacia.
Foto: Lynda Carter como "Wonder Woman"
domingo, 20 de diciembre de 2020
sábado, 19 de diciembre de 2020
ARREGLANDO EL JARDÍN
ARREGLANDO EL JARDÍN
Ayer
me dediqué a arreglar el jardín.
Tengo
las manos ásperas
y
alguna uña rota.
No me
gusta usar guantes.
Me
gusta la tierra: su olor, su textura.
Me
gusta escarbar a puro tacto
en
ese mundo furtivo
habitado
por los seres que huyen de la luz.
Con
cuidado,
para
que ninguno salga herido.
Para
que ninguna vida se pierda.
Vi la
película de Brad Pitt en el Tibet
y
supongo que cualquier lombriz
puede ser un alma
que
decidió bajarse del caos humano
y
eligió reencarnar en un edén oscuro,
sin
sobresaltos.
Creo
en todo y no creo en nada.
Él
también se dedicó a arreglar el jardín.
Pero
no lo arreglamos juntos
Cada
uno lo hizo por su cuenta.
Como
hacemos todo hoy.
Somos
como esos niños muy pequeños
que
juegan uno al lado de otro
pero
no juegan juntos.
Cada
uno está en su mundo,
en su
flor,
en su
cuadradito de pasto.
No
nos dirigimos la palabra, casi.
Pero
cuando cedió a la odiosa manía
de
podar mis enredaderas
(mi preciosa
mburucuyá roja,
que se
desmadró y suelta su magia andariega
en
los lugares más inesperados)
estuve
tentada de decirle
que
trabajábamos en un jardín
y no
en una planilla de cálculo.
Me
callé, sin embargo.
Me
cuesta mucho hablar, hablarle.
Me
cuesta el ejercicio de hacer vibrar
mis
cuerdas vocales,
mover
la lengua y los labios,
construir
un puente de aire
que
se desvanece
antes
de que un gesto de amor
pueda
cruzarlo.
Siento
que a mi lado
está
jugando un extraño.
Y que
en cualquier momento
una
voz dulce canturreará
“A guardar, a guardar”,
y yo
recogeré mis flores,
mis
lombrices,
mis
dolores no dichos,
lo poco
que queda de mi risa,
y me
iré seguir jugando sola,
a un
lugar donde las enredaderas
escriban
su alegría
sin
respetar ni márgenes ni renglones.
A un
lugar que juzgue
verdaderamente
mío.
Arte: Phyllis Tarlow