sábado, 26 de diciembre de 2020

DANIELITO CUMPLE UN AÑO


DANIELITO CUMPLE UN AÑO

 

Danielito cumple un año.

Está aprendiendo a caminar

y las hermanitas lo llevan de la mano,

de acá para allá.

Y le arreglan la ropa

desaliñada por el juego.

Lo cuidan.

Como si fuera uno de los bebotes

que la Navidad dejó

al pie del pino del jardín de la abuela

dos noches atrás.

Mamá recoge las margaritas

de su vestido tableado,

ese que le queda tan bien,

y hace un ramo de luz

con sus tres hijos y las flores.

 

Danielito asoma su cabecita perfecta

entre pétalos blancos y botones amarillos.

y balbucea sus primeras palabras.

“Un bebote que camina y habla”,

piensan las hermanitas.

Y sienten que son la envidia

de las nenas del barrio

que tienen que conformarse

con arropar muñecas de plástico.

 

Un año. Danielito cumple un año.

El jardín es una fiesta improvisada

y el regalo es el sol.

El regalo es la tríada reluciente

que le dice que sí al verano,

que salta desde el ramo de margaritas

al regazo de mamá

y da vueltas en su vestido calesita,

estirando los brazos para alcanzar

la sortija del beso.

El vestido tableado.

Ese que mamá se pone

para su mejor sonrisa.

Porque todo esto pasa

mucho antes que la muerte,

y el tío saca las fotos,

y papá está por llegar.

Todo esto es una película nueva

que todavía exuda nitidez.

Una película que el recuerdo exhibirá

una y mil veces, hasta gastarla, casi,

y revoloteará en el  huerto de la memoria

como una mariposa perfecta.

26 de diciembre de 1971.

Uno de esos días en los que Dios

te sirve las perdices.

Un pedacito de vida que valió la pena vivir

 

Quizás con eso deberíamos quedarnos.

Con esos cumpleaños de risas y tortas caseras.

de velitas sopladas dos o tres veces,

porque una no alcanzaba,

y abejas pinchadas en las flores

con alfileres de polen.

Pinchadas a favor de su voluntad,

sin que les duela.

Y tachar del almanaque

todos esos otros días anodinos

en los que no festejamos nada.

Los días de jarabe para la tos

y demasiados deberes en la escuela.

Los días de adioses húmedos

 

Danielito cumple un año.

El todavía cree

que su techo son mamá y papá.

Es demasiado chiquito

como para comprender

que su techo es el cielo.


viernes, 25 de diciembre de 2020

NAVIDAD DE 1980


 NAVIDAD DE 1980

 

Armamos un arbolito humilde,

como todos los años,

aunque yo soñaba con un árbol enorme,

iluminado con velas, como el de Doña Ana,

la alemana que vivía al lado

y se había muerto en un accidente estúpido

(todavía recuerdo su cabeza rota en el piso,

como una fruta que, de tan madura, había reventado,

y nuestro espanto niño congelado

entre las corridas y los gritos).

Armamos un arbolito chiquito,

con pocas luces, pocas guirnaldas,

algunas bolas rojas y doradas,

una estrella en la punta.

Estaba algo torcido,

pero no me importó.

Estaba acostumbrada a las cosas torcidas:

la casa en falsa escuadra,

las tortas con joroba,

los subrayados de mis cuadernos

que se amotinaban

contra el orden arbitrario

establecido por las maestras.

 

Ese 24 de diciembre

cenamos en la casa de la abuela,

y ella, como siempre, se fue a la cama temprano.

Pero a las 12 en punto

corrimos a despertarla para el brindis,

y desearle Feliz Navidad.

El brindis de Navidad nos gustaba

mucho más que el de Año Nuevo.

Porque en el brindis de Año Nuevo

la abuela vaticinaba

que el entrante iba a ser su último año

y nosotros aborrecíamos esa profecía que,

inexorablemente, se iba a cumplir alguna vez.

Hacía cuatro años que no teníamos padre.

Y todavía dolía,

aunque armáramos un arbolito

y brindáramos,

y dijéramos Feliz Navidad entre risas,

mientras abríamos los regalos.

 

En la Navidad de 1980

tuve mi primer disco de Los Beatles.

Tengo cincuenta y dos Navidades a cuestas

y no recuerdo los regalos que recibí

en ninguna de ellas.

Salvo ese disco de Los Beatles.

Ese precioso disco de Los Beatles.

Un regalo de grande.

Porque, en la Navidad de 1980,

yo tenía trece años y florecía.

Florecía a un ritmo tan acelerado

que las muñecas con las que había dormido

semanas atrás

me estaban sobrando.

 

En la Navidad de 1980

cerré para siempre la puerta de mi infancia

con música de Los Beatles.

Como por arte de magia.

Desde entonces

los escucho cada día de mi vida

a ver si logro revertir el hechizo.

Hasta ahora no tuve suerte.

Pero quién sabe.

Quién sabe.




miércoles, 23 de diciembre de 2020

ATAQUE DE PÁNICO


 ATAQUE DE PÁNICO
 

Otra vez me sentí morir.

Otra vez sentí que el aire

era una masa viscosa, irrespirable,

y que los pulmones agonizaban

como álamos en un bosque

mordido por el fuego.

Otra vez sentí que el corazón se aceleraba

y corría en círculos como un caballo desbocado

golpeando mi pecho con sus patas hondas,

sabiendo que en cualquier momento lo derriban

en medio de su propio laberinto,

sin haber encontrado la salida,

sin haber deseado o perdonado lo suficiente.

Otra vez me estremeció

la inminencia del desastre.

Y me hice sudor en la cornisa del miedo.

Y me hice escalofrío en una boca

que no sabe a quién decir

cuando dice amor.

Como pude, encendí las luces de toda la casa

porque la oscuridad

siempre tiene las mejores cartas.

 

Pero no. Falsa alarma.

No era la muerte.

En la fiesta repentina de la luz

los pulmones descorcharon su alivio,

el corazón volvió a su pasito manso,

y  me acomodé, de a poco,

a la normalidad del cuerpo.

  

Me pasa de noche, en la oscuridad.

Papá murió de noche, será por eso.

Papá se acostó y la oscuridad se lo tragó entero.

  

Yo no sé de quién serán

los ojos de la muerte cuando venga.

Tampoco me importa demasiado:

sé que va a estar oscuro y no voy a poder verlos.

Pero espero que tenga las manos de mi padre

y me toque la frente como él lo hacía

antes de que mis párpados se dieran por vencidos.

Y el último bostezo se convirtiera en la llave

que abriese un sueño largo, dulce, sin sobresaltos.


lunes, 21 de diciembre de 2020

MUJER MARAVILLA



 MUJER MARAVILLA

 

Durante mucho tiempo

quise ser la Mujer Maravilla.

Pero debo confesar

que lo que menos me importaba

era darle su merecido a los malos.

Yo quería ser la Mujer Maravilla por el traje.

La tiara, los brazaletes.

El bombachón azul con estrellas

y ese corset rojo y dorado que resaltaban

la increíble figura de Lynda Carter.

Las botas. Tenía una obsesión con las botas.

Supongo que a los diez años

es más atractivo lucir un vestuario de ensueño

que salir a cazar villanos.

 

Rebobinemos, entonces:

nunca quise ser la Mujer Maravilla.

No corro, no hago piruetas,

no soy capaz de pegarle a nadie.

Y, si me apuran un poco,

hasta los malos me dan lástima

(andá a saber qué infancia horrible tuvo

el infame de turno).

Lo que yo quería

era ponerme el traje de la Mujer Maravilla.

La tiara, los brazaletes, las estrellas.

Quería tener la figura de Lynda Carter

y  salir en un poster de la TV Guía

con las rutilantes botas rojas

y el lazo de la verdad de adorno.

Y que de hacer justicia se encargara Superman.

 

Yo, que tengo mi lado superfluo, como todos,

y adoro la ropa,

no tuve en mi vida

la oportunidad de lucir grandes trajes.

No tuve vestido de primera comunión

de canesú primoroso.

Ni de quince, estilo princesa.

Ni siquiera de novia

(aunque sí elegí uno vintage que vi en una revista

cuando mi hermana se casó,

muy años 20, con sombrero cloche y todo;

un vestido que quedó para el será en la próxima vida).

Pero, aunque nunca salí en la TV Guía,

sí tuve en un Carnaval

mi añorado traje de Mujer Maravilla.

 

Con una bombacha de stretch azul,

un pedazo de cortina roja,

unas botas de lluvia pintadas con témpera

y mucha cartulina y papel glasé metalizado,

mi hermana me cumplió el sueño:

Mujer Maravilla por un día.

Sin salir a cazar rufianes.

Sin la figura de Lynda Carter.

Pero Mujer Maravilla al fin.

Creo que ese gesto fraterno,

esa voluntad de hacer mucho con tan poco,

fueron uno de los más grandes regalos

que recibí en mi vida.

  

Hace rato que dejé de lado

mis veleidades de Mujer Maravilla.

Y no porque no puedo y no debo con todo,

como pregonan las chicas más jóvenes,

en sus justos reclamos.

Ni siquiera porque me vería ridícula

enfundada en un traje diseñado

para una heroína joven y esbelta.

Sino porque impartir justicia no es lo mío

A mí me tira el perdón.

Andá a saber qué le pasó de chico

al desgraciado que se me metió adelante de prepo

en la cola de la farmacia.



Foto: Lynda Carter como "Wonder Woman"

sábado, 19 de diciembre de 2020

ARREGLANDO EL JARDÍN


ARREGLANDO EL JARDÍN

 

Ayer me dediqué a arreglar el jardín.

Tengo las manos ásperas

y alguna uña rota.

No me gusta usar guantes.

Me gusta la tierra: su olor, su textura.

Me gusta escarbar a puro tacto

en ese mundo furtivo

habitado por los seres que huyen de la luz.

Con cuidado,

para que ninguno salga herido.

Para que ninguna vida se pierda.

Vi la película de Brad Pitt en el Tibet

y supongo que cualquier lombriz

puede ser un alma

que decidió bajarse del caos humano

y eligió reencarnar en un edén oscuro,

sin sobresaltos.

Creo en todo y no creo en nada.

 

Él también se dedicó a arreglar el jardín.

Pero no lo arreglamos juntos

Cada uno lo hizo por su cuenta.

Como hacemos todo hoy.

Somos como esos niños muy pequeños

que juegan uno al lado de otro

pero no juegan juntos.

Cada uno está en su mundo,

en su flor,

en su cuadradito de pasto.

No nos dirigimos la palabra, casi.

Pero cuando cedió a la odiosa manía

de podar mis enredaderas

(mi preciosa mburucuyá roja,

que se desmadró y suelta su magia andariega

en los lugares más inesperados)

estuve tentada de decirle

que trabajábamos en un jardín

y no en una planilla de cálculo.

Me callé, sin embargo.

Me cuesta mucho hablar,  hablarle.

Me cuesta el ejercicio de hacer vibrar

mis cuerdas vocales,

mover la lengua y los labios,

construir un puente de aire

que se desvanece

antes de que un gesto de amor

pueda cruzarlo.

 

Siento que a mi lado

está jugando un extraño.

Y que en cualquier momento

una voz dulce canturreará

“A guardar, a guardar”,

y yo recogeré mis flores,

mis lombrices,

mis dolores no dichos,

lo poco que queda de mi risa,

y me iré seguir jugando sola,

a un lugar donde las enredaderas

escriban su alegría

sin respetar ni márgenes ni renglones.

A un lugar que juzgue

verdaderamente mío.

 

Arte: Phyllis Tarlow