LOS
RUSOS
Mamá
tendía la ropa y su voz giraba como un trompo
entre
las sábanas y los repasadores:
“No cantes, hermano, no cantes,
que
Moscú está cubierto de nieve…”
Yo la escuchaba absorta
y me parecía oír aullar a los lobos,
y pensaba que Olga
debía ser la mujer más hermosa del
mundo.
Me encantaba esa canción.
La vecina rusa, entonces,
se asomaba a la medianera y le pedía
que cantara algo que no fuera tan
triste.
Mamá cambiaba el repertorio
pero yo seguía pensando en los lobos
y en Siberia,
y me preguntaba por qué los rusos
habían venido desde tan lejos.
De Moscú
a Wilde.
De Moscú
a una casita en la calle Víctor Hugo,
una casita con un pequeño jardín,
dos o tres rosales,
y una vecinita que no sabía cómo era la
nieve
pero la soñaba.
La noche que papá murió
los rusos estaban de fiesta.
Pero dejaron las copas de lado
y nos recibieron a mi hermano y a mí
con un abrazo que desmentía
cualquier caravana de frío.
Nos cuidaron.
Nos consolaron.
Yo tenía 8 años e ignoraba
el significado de la palabra
desarraigo.
Ahora que lo sé
pienso cada vez más seguido en los
vecinos rusos,
a los que, después de dos o tres
mudanzas,
jamás volví a ver.
Y pienso que desarraigo es, también,
haberme olvidado de las caras de
quienes me sostuvieron
en la noche más triste de mi vida.
Arte: Yulia Brodskaya
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