LECTURAS CAFÉ LITERARIO "EVALUARTE" / JUNIO 2019
CAFÉ PARA TRES
“Señor Tracy, no es tan alto como esperaba”,
le dijo Katherine cuando lo conoció.
“Usted tiene las uñas muy sucias”
retrucó Spencer, sin temor a resultar poco caballero.
Y ella se rió, con su risa de antílope indomable.
Y él creció, por lo menos, 20 centímetros.
Él estaba casado y casi siempre borracho.
Ella era orgullosa y tenía un cuerpo filoso,
un volcán en erupción conspirando
debajo de su lengua,
pocas cualidades para ser la otra.
Pero el amor es una enfermedad de aguas dulces
y ellos se olieron y supieron
que habían nacido en el mismo río,
y juntos se remontaron hacia un paraíso clandestino
de sábanas líquidas
como salmones ávidos de la química natal.
Él era católico
y tenía una mujercita blanda, Louise,
que aprendió, como pudo,
a lavar tres tazas sin romperlas.
Ella era atea
y se movía entre las citas bíblicas
como la jefa de una tribu de profetas libres.
No dormían juntos
pero cuando la luna era un calambre de luz
y el cielo se encogía de dolor
se daban las buenas noches metiéndose, desnudos,
entre los párpados del otro.
Ella era una casa de verano
(y él abría sus puertas cuando el sol).
Él era un taller
(y ella trabajaba cantando en la medianía de su ombligo).
Los dos eran expertos
en convertir lo prohibido en cotidiano.
Cuando Spencer Tracy murió,
fue Katherine la que llamó a Louise desde el hospital
para darle la noticia.
Después de casi tres décadas
una de las tazas de ese insólito juego estaba rota.
La esposa tuvo el funeral y la parcela en el cementerio,
la memoria incómoda de la porcelana esquiva.
La Hepburn se cepilló las uñas con furia,
entre lágrimas,
y dejó el café para siempre.
uno para enamorarla,
que se encoge, se aja.
Le habla de la marca gris que dejó su risa,
EL SUICIDIO MÁS LARGO DE HOLLYWOOD
Monty sintió siempre que no encajaba.
Había nacido en una época de amores encorsetados,
cuando el binomio chica-chico era el único aceptable,
y él no sabía si amaba a las chicas,
amaba a los chicos,
o simplemente amaba su soledad,
sus libros,
su belleza melancólica repartida
en los espejos de la casa.
Monty sabía, sí,
que odiaba las fiestas.
Se movía torpemente entre las risas de los otros,
una sábana ambulante con una vaso en la mano.
A su alrededor revoloteaban los pájaros de tristeza
que el whisky no podía ahogar,
y los pájaros picoteaban su garganta
como cuchillos ensañados con el pan de la palabra,
pero nadie lo notaba
porque él había hecho una catedral de su silencio,
y en su silencio se arrodillaba, penitente,
esperando que Chéjov o Aristóteles
lo absolvieran del pecado de no ser feliz.
Huyendo de una fiesta
Montgomery Clift estrelló su auto contra un poste telefónico.
Su cara jamás volvió a ser la misma.
Junto a su belleza melancólica
desaparecieron de su casa todos los espejos.
En la ausencia del cristal se diluyeron
las chicas que lo amaron,
los chicos que no se atrevió a amar.
En las paredes despojadas se instaló la muerte
y trabajó a desgano,
como una oficinista gris,
rotulando con bostezos interminables
la cicatrices y el vómito.
Diez años de papeleo inútil y whisky.
El suicidio más largo de Hollywood.
LOS ZAPATOS DE JUDY GARLAND
Toto, me parece que ya no estamos en Kansas.
Estamos en un lugar donde soy un piano a la deriva,
una flauta con los huesos apolillados.
Tengo los ojos hinchados,
el maquillaje corrido.
los sesos esparcidos por las paredes.
Mis hombres están quietos
como conejos muertos.
Mis hijos son crisantemos
que se marchitan cuando los miro.
Una lluvia de whisky y vidrios
me moja los pies.
Estoy descalza.
¿Dónde están mis zapatos?
Toto, de día soy la pequeña jorobada
a la que le tocaban las piernas.
De noche
salgo a cazar enanos borrachos
con una red de mariposas.
Nunca fui la más linda de la MGM.
Nunca fui Lana Turner.
Me corté el cuello con una navaja de afeitar
pero alguien tiró de mi vestido celeste
empapado de mocos y lágrimas
y me trajo de vuelta a la vida.
A este lugar.
Que no es Kansas, Toto.
Es un túnel sucio
donde las placas tectónicas del alma colisionan
y las venas se derrumban
como edificios picados de viruela.
Trato de recordar aquella canción
pero las pastillas son pajaritos mudos,
coágulos de silencio en la memoria.
En la garganta tengo un arcoíris seco,
un do re mi de púas en el corazón.
Estoy cansada.
Estoy descalza.
Toto, me parece que ya son demasiadas pastillas.
Peno no sé.
¿Dónde están mis zapatos rojos?
Quiero volver a casa.
ROMY SCHNEIDER ESCRIBE UNA CARTA PARA SU HIJO MUERTO
París, 29 de mayo 1982.
Romy recuerda.
Recuerda la sentencia de su padre
antes de abandonarla:
“Tenés cara de rata, pero sos fotogénica”.
Recuerda los años de la guerra,
su infancia vulnerada posando junto a Hitler
de la mano de una madre saturnina
que la concibió como un bocado de lujo.
Recuerda sus años de emperatriz risueña
y un poquito cursi,
un trompo iridiscente girando
en una corte de cartón pintado.
Recuerda la cama de Delon y dos ramos de rosas:
puppelé, puppelé,
otro para decirle adiós.
Pero sobre todo recuerda a David
y su útero es una prenda fina mal lavada
Como cada noche
desde hace casi un año
Romy Scheineder escribe una carta para su hijo muerto.
La escribe con sangre, con alcohol,
con pastillitas de colores que remedan
un lejano tiempo de confites.
esa pintura descolgada a destiempo,
en todas las paredes de la casa.
De las virutas de frío que se cuelan entre sus huesos
a pesar de la obstinación de la primavera.
Romy mira las fotos de su hijo,
le camina la boca con sus lágrimas,
y la memoria la arranca de su silla Luis XV
como a una flor de alambre
y la arroja a un hervidero de chatarra,
de cosas oxidadas.
Como cada noche
desde hace casi un año
Romy Scheineder escribe una carta para su hijo muerto,
poupette, poupette.
Después cierra los ojos
con un cansancio hambriento que no tiene retorno
y se queda dormida.
UNA DE LAS MÁS VALIENTES
Claude tenía 17 años y flores en la boca
cuando uno de sus tantos admiradores la convenció
para que subiera a su auto
y la violó con ferocidad.
Al poco tiempo,
la italiana más guapa de Túnez,
descubrió que estaba embarazada.
Decidió no abortar
y dio a luz a Patrizio,
un príncipe lampiño que creció
creyendo que la bella Totte era su hermana.
Siete años más tarde,
convertida en estrella,
Claudia Cardinale le confesó al mundo que Patrizio era su hijo
y lo abrazó (por fin madre) con infinito alivio.
Habló de un error de juventud en Túnez,
pero nada dijo de la violación,
del miedo,
del asco,
del sexo abominable de la bestia
rompiéndola desde adentro
como si fuera una cáscara vacía.
Quizás para proteger a Patrizio,
tan perfecto
(cinco maravillosos dedos en cada mano)
a pesar de la forma brutal en la que había sido concebido.
Quizás porque todavía sentía culpa
por haber subido a ese auto,
por sus 17 años,
por ser la italiana más guapa de Túnez.
En 1995,
cuarenta años después de haber sido violada,
Claudia Cardinale pudo contarlo.
Tomada de la mano de Patrizio
(cinco maravillosos dedos).
El que nunca supo quién fue su padre
y nunca quiso saberlo.
Le bastó con ser el hijo
de una de las mujeres más hermosas del mundo.
Una de las más valientes.
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