USTED SE TENDIÓ A TU LADO (JULIO CORTÁZAR)
A
G.H., que me contó esto con una gracia que no encontrará aquí
¿Cuándo lo había visto desnudo por
última vez?
Casi no era una pregunta, usted
estaba saliendo de la cabina, ajustándose el sostén del bikini mientras buscaba
la silueta de su hijo que la esperaba al borde del mar, y entonces eso en plena
distracción, la pregunta pero una pregunta sin verdadera voluntad de respuesta,
más bien una carencia bruscamente asumida: el cuerpo infantil de Roberto en la ducha,
un masaje en la rodilla lastimada, imágenes que no habían vuelto desde vaya a
saber cuándo, en todo caso meses y meses desde la última vez que lo había visto
desnudo; más de un año, el tiempo para que Roberto luchara contra el rubor cada
vez que al hablar le salía un gallo, el final de la confianza, del refugio
fácil entre sus brazos cuando algo dolía o apenaba; otro cumpleaños, los
quince, ya siete meses atrás, y entonces la llave en la puerta del baño, las
buenas noches con el piyama puesto a solas en el dormitorio, apenas si cediendo
de tanto en tanto a una costumbre de salto al pescuezo, de violento cariño y
besos húmedos, mamá, mamá querida, Denise querida, mamá o Denise según el humor
y la hora, vos el cachorro, vos Roberto el cachorrito de Denise, tendido en la
playa mirando las algas que dibujaban el límite de la marea, levantando un poco
la cabeza para mirarla a usted que venía desde las cabinas, apretando el
cigarrillo entre los labios como una afirmación mientras la mirabas.
Usted se tendió a tu lado y vos te
enderezaste para buscar el paquete de cigarrillos y el encendedor.
–No, gracias, todavía no –dijo
usted sacando los anteojos de sol del bolso que le habías cuidado mientras
Denise se cambiaba.
–¿Querés que te vaya a buscar un
whisky? –le preguntaste.
–Mejor después de nadar. ¿Vamos
ya?
–Sí, claro –dijiste.
–Te da igual, ¿verdad? A vos todo
te da igual en estos días, Roberto.
–No seas pajarona, Denise.
–No es un reproche, comprendo que
estés distraído.
–Ufa –dijiste, desviando la cara.
–¿Por qué no vino a la playa?
–¿Quién, Lilian? Qué sé yo, anoche
no se sentía bien, me lo dijo.
–Tampoco veo a los padres –dijo
usted barriendo el horizonte con una lenta mirada un poco miope–. Habrá que
averiguar en el hotel si hay alguien enfermo.
–Yo voy después –dijiste hosco,
cortando el tema.
Usted se levantó y la seguiste a
unos pasos, esperaste que se tirara al agua para entrar lentamente, nadar lejos
de ella que levantó los brazos y te hizo un saludo, entonces soltaste el estilo
de mariposa y cuando fingiste chocar contra ella usted lo abrazó riendo,
manoteándolo, siempre el mismo mocoso bruto, hasta en el mar me pisás los pies.
Jugando, escabulléndose, terminaron por nadar con lentas brazadas mar afuera;
en la playa empequeñecida la silueta repentina de Lilian era una pulguita roja
un poco perdida.
–Que se embrome –dijiste antes de
que usted alzara un brazo llamándola–, si llega tarde peor para ella, nosotros
seguimos aquí, el agua está rebuena.
–Anoche la llevaste a caminar
hasta el farallón y volviste tarde. ¿No se enojó Úrsula con Lilian?
–Por qué se va a enojar? No era
tan tarde, che, Lilian no es una nena.
–Para vos, no para Úrsula que
todavía la ve con un babero, y no hablemos de José Luis porque ese no se
convencerá nunca de que la nenita tiene sus reglas en la fecha justa.
–Oh, vos con tus groserías
–dijiste halagado y confuso–. Te corro hasta el espigón, Denise, te doy cinco
metros.
–Quedémonos aquí, ya le correrás a
Lilian que seguro te gana. ¿Te acostaste con ella anoche?
–¿Qué? ¿Pero vos...?
–Tragaste agua, tontolín –dijo
usted agarrándolo por la barbilla y jugando a echarlo de espaldas–. Hubiera
sido lógico, ¿no? Te la llevaste de noche por la playa, volvieron tarde, ahora
Lilian aparece a última hora, cuidado, burro, otra vez me diste en un tobillo,
ni mar afuera se está seguro con vos.
Volcándose en una plancha que
usted imitó sin apuro, te quedaste callado, como esperando, pero usted esperaba
también y el sol les ardía en los ojos.
–Yo quise, mamá –dijiste–, pero
ella no, ella…
–¿Quisiste de veras, o solamente
de palabra?
–Ella me parece que también
quería, estábamos cerca del farallón y ahí era fácil porque yo conozco una
gruta que... Pero después no quiso, se asustó... ¿Qué vas a hacer?
Usted pensó que quince años y
medio eran muy pocos años, le atrapó la cabeza y lo besó en el pelo, mientras
vos protestabas riendo y ahora sí, ahora realmente esperabas que Denise te
siguiera hablando de eso, que increíblemente fuera ella la que te estaba
hablando de eso.
–Si te pareció que Lilian quería,
lo que no hicieron anoche lo harán hoy o mañana. Ustedes dos son un par de
chiquilines y no se quieren de veras, pero eso no tiene nada que ver, por
supuesto.
–Yo la quiero, mamá, y ella
también, estoy seguro.
–Un par de chiquilines –repitió
usted– y precisamente por eso te estoy hablando, porque si te acostás con
Lilian esta noche o mañana es seguro que van a hacer las cosas como chambones
que son.
La miraste entre dos olas
blanditas, usted casi se le rió en la cara porque era evidente que Roberto no
entendía, que ahora estabas como escandalizado, casi temiendo que Denise
pretendiera explicarte el abecé, madre mía, nada menos que eso.
–Quiero decir que ni vos ni ella
van a tener el menor cuidado, bobeta, y que el resultado de este final de
veraneo es que en una de esas Úrsula y José Luis se van a encontrar con la nena
embarazada. ¿Entendés ahora?
No dijiste nada pero claro que
entendiste, lo habías estado entendiendo desde los primeros besos con Lilian,
te habías hecho la pregunta y después habías pensado en la farmacia y punto, de
eso no pasabas.
–A lo mejor me equivoco, pero por
la cara de Lilian se me hace que no sabe nada de nada, salvo en teoría que
viene a ser lo mismo. Me alegro por vos, si querés, pero ya que sos un poco más
grande tendrías que ocuparte de eso.
Te vio meter la cara en el agua,
frotártela fuerte, quedarte mirándola como quien acata con bronca. Nadando
despacio de espaldas, usted esperó que te acercaras de nuevo para hablarte de
eso mismo que vos habías estado pensando todo el tiempo como si estuvieras en
el mostrador de la farmacia.
–No es lo ideal, ya sé, pero si
ella no lo hizo nunca me parece difícil hablarle de la píldora, sin contar que
aquí...
–Yo también había pensado en eso
–dijiste con tu voz más gruesa.
–¿Y entonces qué estás esperando?
Los compras y los tenés en el bolsillo, y sobre todo no perdés del todo la
cabeza y los usás.
Vos te sumergiste de golpe, la
empujaste de abajo hasta hacerla gritar y reír, la envolviste en un colchón de
espuma y de manotazos de donde las palabras te salían a jirones, rotas por
estornudos y golpes de agua, no te animabas, nunca habías comprado eso y no te
animabas, no ibas a saber hacerlo, en la farmacia estaba la vieja Delcasse, no
había vendedores hombres, vos te das cuenta, Denise, cómo le voy a pedir eso,
no voy a poder, me da calor.
A los siete años habías llegado
una tarde de la escuela con un aire avergonzado, y usted que nunca lo apuraba
en esos casos había esperado hasta que a la hora de dormir te enroscaste en sus
brazos, la anaconda mortal como le llamaban al juego de abrazarse antes del
sueño, y había bastado una simple pregunta para saber que en uno de los recreos
te había empezado a picar la entrepierna y el culito, que te habías rascado
hasta sacarte sangre y que tenías miedo y vergüenza porque pensabas que a lo
mejor era sarna, que te habías contagiado con los caballos de don Melchor. Y
usted, besándolo entre las lágrimas de miedo y confusión que te llenaban la
cara, lo había tendido boca abajo, le había separado las piernas y después de
mirarlo mucho había visto las picaduras de chinche o de pulga, gajes de la
escuela, pero si no es sarna, pavote solamente te has rascado hasta hacerte
sangre. Todo tan sencillo, alcohol y pomada con esos dedos que acariciaban y
calmaban, sentirte del otro lado de la confesión, feliz y confiado, claro que
no es nada, tonto, dormite y mañana por la mañana vamos a mirar de nuevo.
Tiempos en que las cosas eran así, imágenes volviendo desde un pasado tan
próximo, entre dos olas y dos risas y la brusca distancia decidida por el
cambio de la voz, la nuez de Adán, el bozo, los ridículos ángeles expulsores
del paraíso. Era para burlarse y usted sonrió debajo del agua, tapada por una
ola como una sábana, era para burlarse porque en el fondo no había ninguna
diferencia entre la vergüenza de confesar una picazón sospechosa y la de no
sentirse lo bastante crecido como para hacerle frente a la vieja Delcasse.
Cuando de nuevo te acercaste sin mirarla, nadando como un perrito alrededor de
su cuerpo flotando boca arriba, usted ya sabía lo que estabas esperando entre
ansioso y humillado, como antes cuando tenías que entregarte a sus ojos y a sus
manos que te harían las cosas necesarias y era vergonzoso y dulce, era Denise
sacándote una vez más de un dolor de barriga o de un calambre en la
pantorrilla.
–Si es así iré yo misma –dijo
usted–. Parece mentira que puedas ser tan tilingo, mijito.
–¿Vos? ¿Vos vas a ir?
–Claro, yo, la mamá del nene. No
la vas a mandar a Lilian, supongo.
–Denise, carajo...
–Tengo frío –dijo usted casi duramente–,
ahora sí te acepto el whisky y antes te corro hasta el espigón. Sin ventaja, lo
mismo te voy a ganar.
Era como levantar despacio un
papel carbónico y ver debajo la copia exacta del día precedente, el almuerzo
con los padres de Lilian y el señor Guzzi experto en caracoles, la siesta larga
y caliente, el té con vos que no te hacías ver demasiado pero a esa hora era el
ritual, las tostadas en la terraza, la noche poco a poco, a usted le daba casi
lástima verte tan con la cola entre las piernas, pero tampoco quería quebrar el
ritual, ese encuentro vespertino en cualquier lugar donde estuvieran, el té
antes de irse a sus cosas. Era obvio y patético que no supieras defenderte,
pobre Roberto, que estuvieras perrito pasando la manteca y la miel, buscándote
la cola perrito torbellino tragando tostadas entre frases también tragadas a
medias, de nuevo té, de nuevo cigarrillo.
Raqueta de tenis, mejillas tomate,
bronce por todos lados, Lilian buscándote para ir a ver esa película antes de
la cena. Usted se alegró cuando se fueron, vos estabas realmente perdido y no
encontrabas tu rincón, había que dejarte salir a flote del lado de Lilian,
lanzados a ese para usted casi incomprensible intercambio de monosílabos,
risotadas y empujones de la nueva ola que ninguna gramática pondría en claro y
que era la vida misma riéndose una vez más de la gramática. Usted se sentía
bien así sola, pero de golpe algo como tristeza, ese silencio civilizado, esa
película que solamente ellos iban a ver. Se puso unos pantalones y una blusa
que siempre le hacía bien ponerse, y bajó por el malecón parándose en las
tiendas y en el kiosco, comprando una revista y cigarrillos. La farmacia del
pueblo tenía un anuncio de neón que recordaba a una pagoda tartamuda, y debajo
de esa increíble cofia verde y roja el saloncito con olor a yerbas medicinales,
la vieja Delcasse y la empleada jovencita, la que de verdad te daba miedo
aunque solamente hubieras hablado de la vieja Delcasse. Había dos clientes
arrugados y charlatanes que necesitaban aspirinas y pastillas para el estómago,
que pagaban sin irse del todo, mirando las vitrinas y haciendo durar un minuto
un poco menos aburrido que los otros en sus casas. Usted les dio la espalda
sabiendo que el local era tan chico que nadie perdería palabra, y después de
coincidir con la vieja Delcasse en que el tiempo era una maravilla, le pidió un
frasco de alcohol como quien concede un último plazo a los dos clientes que ya
no tenían nada que hacer ahí, y, cuando llegó el frasco y los viejos seguían
contemplando las vitrinas con alimentos para niños, usted bajó lo más posible
la voz, necesito algo para mi hijo que él no se anima a comprar, sí,
exactamente, no sé si vienen en cajas pero en todo caso deme unos cuantos, ya
después él se arreglará por su cuenta. Cómico, ¿verdad?
Ahora que lo había dicho, usted
misma podía contestar que sí, que era cómico y casi soltar la risa en la cara
de la vieja Delcasse, su voz de loro seco explicando desde el diploma amarillo
entre las vitrinas, vienen en sobrecitos individuales y también en cajas de
doce y veinticuatro. Uno de los clientes se había quedado mirando como si no
creyera y el otro, una vieja metida en una miopía y una pollera hasta el suelo,
retrocedía paso a paso diciendo buenas noches, buenas noches, y la dependiente
más joven divertidísima, buenas noches señora de Pardo, la vieja Delcasse
tragando por fin saliva y antes de darse vuelta murmurando en fin, es más
violento para usted, por qué no me dijo de pasar a la trastienda, y usted
imaginándote a vos en la misma situación y teniéndote lástima porque seguro no
te habrías animado a pedirle a la vieja Delcasse que te llevara a la
trastienda, un hombre y esas cosas. No, dijo o pensó (nunca lo supo bien y daba
igual), no veo por qué tenía que hacer un secreto o un drama por una caja de
preservativos, si se la hubiera pedido en la trastienda me hubiera traicionado,
hubiera sido tu cómplice, acaso dentro de unas semanas hubiera tenido que
repetirlo y eso no, Roberto, una vez está bien, ahora cada uno por su lado,
realmente no volveré a verte nunca más desnudo, mijito, esta vez ha sido la
última, sí, la caja de doce, señora.
–Usted los dejó completamente
helados –dijo la empleada joven que se moría de la risa pensando en los
clientes.
–Me di cuenta –dijo usted sacando
dinero–, no son cosas de hacer, realmente.
Antes de vestirse para la cena
puso el paquete sobre tu cama, y cuando volviste del cine corriendo porque se
hacía tarde viste el bulto blanco contra la almohada y te pusiste de todos
colores y lo abriste, entonces Denise, mamá, dejame entrar, mamá, encontré lo
que vos. Escotada, muy joven en su traje blanco, te recibió mirándote desde el
espejo, desde algo lejano y diferente.
–Sí, y ahora arreglate solo, nene,
más no puedo hacer por ustedes.
Estaba convenido desde hacía mucho
que no te llamaría nene, comprendiste que se cobraba, que te hacía devolver la
plata. No supiste en qué pie pararte, fuiste hasta la ventana, después te
acercaste a Denise, la sujetaste por los hombros, te pegaste a su espalda
besándola en el cuello, muchas veces y húmedo y nene, mientras usted terminaba
de arreglarse el pelo y buscaba el perfume. Cuando sintió el calor de la
lágrima en la piel, giró en redondo y te empujó blandamente hacia atrás, riendo
sin que se oyera su voz, una lenta risa de cine mudo.
–Se va a hacer tarde, bobo, ya
sabés que a Úrsula no le gusta esperar en la mesa. ¿Era buena la película?
Rechazar la idea aunque cada vez
más difícil en la duermevela, medianoche y un mosquito aliado al súcubo para no
dejarla resbalar al sueño. Encendiendo el velador, bebió un largo trago de
agua, volvió a tenderse de espaldas; el calor era insoportable pero en la gruta
haría fresco, casi al borde del sueño usted la imaginaba con su arena blanca,
ahora de veras súcubo inclinado sobre Lilian boca arriba con los ojos muy
abiertos y húmedos mientras vos le besabas los senos y balbuceabas palabras sin
sentido, pero naturalmente no habías sido capaz de hacer bien las cosas y
cuando te dieras cuenta sería tarde, el súcubo hubiera querido intervenir sin
molestarlos, simplemente ayudar a que no hicieran la bobada, una vez más la
vieja costumbre, conocer tan bien tu cuerpo boca abajo que buscaba acceso entre
quejas y besos, volver a mirarte de cerca los muslos y la espalda, repetir las
fórmulas frente a los porrazos o la gripe, aflojá el cuerpo, no te va a hacer
daño, un chico grande no llora por una inyección de nada, vamos. Y otra vez el
velador, el agua, seguir leyendo la revista estúpida, ya se dormiría más tarde,
después que vos volvieras en puntas de pie y usted te oyera en el baño, el
elástico crujiendo apenas, el murmullo de alguien que habla en sueños o que habla
buscando dormirse.
El agua estaba más fría pero a
usted le gustó su chicotazo amargo, nadó hasta el espigón sin detenerse, desde
allá vio a los que chapoteaban en la orilla, a vos que fumabas al sol sin
muchas ganas de tirarte. Descanso en la planchada, y ya de vuelta se cruzó con
Lilian que nadaba despacio, concentrada en el estilo, y que le dijo el “hola”
que parecía su máxima concesión a los grandes. Vos en cambio te levantaste de
un salto y envolviste a Denise en la toalla, le hiciste un lugar del buen lado
del viento.
–No te va a gustar, está helada.
–Me lo imaginé, tenés piel de
gallina. Esperá, este encendedor no anda, tengo otro aquí. ¿Te traigo un
nescafé calentito?
Boca abajo, las abejas del sol
empezando a zumbar sobre la piel, el guante sedoso de la arena, una especie de
interregno. Vos trajiste el café y le preguntaste si siempre volvían el domingo
o si prefería quedarse más. No, para qué, ya empezaba a refrescar.
–Mejor –dijiste, mirando lejos–.
Volvemos y se acabó, la playa está bien quince días, después te secás.
Esperaste, claro, pero no fue así,
solamente su mano vino a acariciarte el pelo, apenas.
–Decime algo, Denise, no te quedés
así, me...
–Sh, si alguien tiene algo que
decir sos vos, no me conviertas en la madre araña.
–No, mamá, es que...
–No tenemos más nada que decirnos,
sabes que lo hice por Lilian y no por vos. Ya que te sentís un hombre, aprendé
a manejarte solo ahora. Si al nene le duele la garganta, ya sabe dónde están
las pastillas.
La mano que te había acariciado el
pelo resbaló por tu hombro y cayó en la arena. Usted había marcado duramente
cada palabra pero la mano había sido la invariable mano de Denise, la paloma
que ahuyentaba los dolores, dispensadora de cosquillas y caricias entre
algodones y agua oxigenada. También eso tenía que cesar antes o después, lo
supiste como un golpe sordo, el filo del límite tenía que caer en una noche o
una mañana cualquiera. Vos habías hecho los primeros gestos de la distancia,
encerrarte en el baño, cambiarte a solas, perderte largas horas en la calle,
pero era usted quien haría caer el filo del límite en un momento que acaso era
ahora, esa última caricia en tu espalda. Si al nene le dolía la garganta, ya
sabía dónde estaban las pastillas.
–No te preocupes, Denise –dijiste
oscuramente, la boca tapada a medias por la arena–, no te preocupes por Lilian.
No quiso, sabés, al final no quiso. Es sonsa esa chica, qué querés.
Usted se enderezó, llenándose los
ojos de arena con su brusca sacudida. Viste entre lágrimas que le temblaba la
boca.
–Te he dicho que basta, ¿me oís?
¡Basta, basta!
–Mamá...
Pero te volvió la espalda y se
tapó la cara con el sombrero de paja. El íncubo, el insomnio, la vieja
Delcasse, era para reírse. El filo del límite, ¿qué filo, qué límite? Uno de
esos días la puerta del baño no estaría cerrada con llave, y a usted le tocaría
decir que ya eras demasiado grande para andar desnudo por la casa. O al revés,
vos te quedarías mirándola cuando saliera de la ducha, como tantos años se
habían mirado y jugado mientras se secaban y se vestían. ¿Cuál era el límite,
cuál era realmente el límite?
–Hola –dijo Lilian, sentándose
entre los dos.
París, 1975
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