martes, 16 de abril de 2024

LA GRAN TETA BLANCA


 LA GRAN TETA BLANCA

 

Engordé bastante en los últimos años.

Cuando todo se desmorona,

abrir la puerta de la heladera cada cinco minutos

no parece una idea tan descabellada.

Supongo que cada vez que berreaba,

en mi infancia temprana,

mi madre, desde su ingenuidad,

me consolaba a fuerza de pezón y leche.

Y que, junto con su tibieza,

incorporé la nefasta dinámica

de tapar el dolor con comida.

Supongo que mi manía

de vivir en la cocina e ignorar

cualquier otra habitación de la casa

tiene que ver con la necesidad de estar cerca

de la gran teta blanca.

La gran teta que está ahí,

siempre lista para socorrerme,

para anestesiar mis llagas

con un guiño de manteca.

La gran teta que obtura el agujero,

por el que podría escaparse el ángel roto,

ese que sabe

que lo que sangra no es hambre.

 

Engordé bastante en los últimos años.

Me dediqué a comer, comer, comer

y nunca gritar.

A tragarme todo,

como una grotesca oruga que nunca alcanza

su  anunciado destino de mariposa.

Tragarme las palabras,

los pedidos de auxilio,

los por qué, los para cuándo.

Me acostumbré a dejarme mimar

por la gran teta blanca.

A dejarme acunar por sus sabores.


 A dormirme abrazada

a una porción de lemon pie.


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