Engordé bastante en los últimos años.
Cuando todo se desmorona,
abrir la puerta de la heladera cada cinco minutos
no parece una idea tan descabellada.
Supongo que cada vez que berreaba,
en mi infancia temprana,
mi madre, desde su ingenuidad,
me consolaba a fuerza de pezón y leche.
Y que, junto con su tibieza,
incorporé la nefasta dinámica
de tapar el dolor con comida.
Supongo que mi manía
de vivir en la cocina e ignorar
cualquier otra habitación de la casa
tiene que ver con la necesidad de estar cerca
de la gran teta blanca.
La gran teta que está ahí,
siempre lista para socorrerme,
para anestesiar mis llagas
con un guiño de manteca.
La gran teta que obtura el agujero,
por el que podría escaparse el ángel roto,
ese que sabe
que lo que sangra no es hambre.
Engordé bastante en los últimos años.
Me dediqué a comer, comer, comer
y nunca gritar.
A tragarme todo,
como una grotesca oruga que nunca alcanza
su anunciado destino de mariposa.
Tragarme las palabras,
los pedidos de auxilio,
los por qué, los para cuándo.
Me acostumbré a dejarme mimar
por la gran teta blanca.
A dejarme acunar por sus sabores.
a una porción de lemon pie.
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