ENVIDIA
Si te dijera que envidio tu dolor
no me creerías.
Me mirarías como si estuviese loca.
Como si mi cordura,
esa fina soga de palabras sacadas del peor libo de autoayuda
donde cada noche cuelgo a secar pájaros,
por fin hubiera perdido la batalla.
(Te envidio porque mis pájaros están empapados
con la saliva de los besos que no di y que no me dieron,
con las lágrimas que no lloré abrazada a la almohada,
con el perfume que no me puse para correr a los brazos de quién.
Te envidio porque los poemas que una escribe
cuando no está enamorada no le gustan a las chicas como vos,
ni a las señoras que remojan su rutina en pasiones turcas
más baratas que la de Antonio Gala,
ni a mi mamá,
ni a los jurados de los concursos de poesía,
por lo menos a los de la SADE).
Si te dijera que envidio tu dolor,
no me creerías.
Incluso me odiarías un poco.
Vos sufriendo y yo
jactándome de que mi corazón
cruzó una línea de la que no se vuelve.
Una línea de hojas arrugadas en mi jardín,
de mariposas desabrochadas del vuelo en el porche de la casita
donde juego a ser la tatarabuela de Barbie,
de cucharas y cucharones muertos
en el orden aterrador de mi cocina.
Así que no te lo voy a decir.
Ni ahora ni nunca.
Para que no sepas que después viene lo peor,
vienen los años con su estúpido bullying,
y todo se convierte en el Armagedón de los sentidos,
en un agujero negro que se traga la fosforescencia del sexo,
en un kilo de milanesas de peceto cortadas finitas.
En la desazón de no tener nada para hacer
un viernes a la noche.
Ni siquiera llorar abrazada a la almohada.
Ni siquiera llorar.
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