DOMINGO
Desnuda en la cama te escucho
picar cebolla en la cocina.
Escucho los golpes del cuchillo
contra la tabla de madera.
Casi puedo escuchar los gritos de la cebolla.
Esta mañana no hicimos el amor.
No quise. No pude.
No quise mentirte mi cuerpo.
No pude inventar unas ganas que no tengo.
Estoy desnuda en la cama
y mi desnudez huele a carencia.
Volví a soñar que me dejabas
en el momento en el que yo más te quería.
Es un sueño recurrente.
No se lo conté a ninguno de mis psicólogos.
Ni a la católica recalcitrante que salpicaba mi dolor
con agua bendita.
Ni a la flacucha new age que insistía
en que en alguna otra vida
fui Ilse, la rubia y perversa carcelera de Auschwitz,
y ahora a bancarse el karma, nena.
Ni al elegante cincuentón con consultorio en Belgrano.
Ni al amante de mi hermana.
Es un sueño recurrente.
Supongo que puede ser un deseo reprimido
(por qué no me dejaste cuando el amor
y, en cambio, me arrastraste a esta cama donde, desnuda,
apenas resplandezco).
Supongo que quizás es una herida
(sí, me dejaste cuando yo más te quería,
me soltaste el corazón,
me soltaste la mano,
yo me abrochaba el sol en el pelo cuando iba a verte,
me pintaba los labios,
había insectos luminosos comiendo de mi boca,
y ahora esto;
me dejaste hace veinte años
en aquel banco de plaza donde te esperaba leyendo a Cortázar,
tenía puesto un vestido floreado
y unos zapatitos de tacos bajos,
me dejaste).
Desnuda en la cama te escucho
picar tomates, gusanos, escombros.
Me juro que no voy a volver a levantarme jamás.
Que voy a envolverme en las sábanas
hasta convertirme en una crisálida que no prometa nada,
que no sangre,
que no escuche el tac tac tac del cuchillo
contra la tabla de madera.
Me juro que no,
que no,
que no,
que me voy a dejar morir
en esta desnudez
en la que apenas resplandezco.
Pero me levanto.
Como cada domingo me levanto.
Hace mucho que no comemos pastas rellenas.
Arte: Mona Davis
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