MUDA
Sostengo tu mano y tu llanto
es una aguja que da marcha atrás
en el reloj del recuerdo.
Y ahí estamos las dos, en esta misma cocina
-la cocina de la madre muerta-
con treinta años menos:
delgadas, radiantes,
vos mirando la novela y yo
haciendo un esfuerzo enorme
por mantener la boca cerrada,
porque Catriel cabalgaba
más allá del horizonte
y Julia no quería que volara una mosca.
Ahí estamos las dos,
con nuestros sueños en brazos,
nuestros hijos en brazos,
festejando cumpleaños, Navidades.
Juntas siempre.
Juntas ahora, en tu aprender a ser huérfana.
En tu dolor. Que es el mío.
Me cuesta verte llorar.
Te vi llorar muchas veces,
como vos me viste a mí,
cuando éramos jóvenes y el amor
era una bendición
y un dolor de cabeza.
Pero este llanto es distinto.
Este llanto llega
desde un lugar indecible,
desde un útero que fue casa
y transmuta en ceniza.
Es ella la que llora en tus ojos
mientras te dice adiós.
Nos dice adiós y yo,
que siempre tengo algo para decir
me quedo muda como cuando Catriel,
cabalgaba en la pantalla.
Aunque la tele esté apagada
y no haya mates, ni pizza.
Aunque Julia no esté para retarme
(“¡Callate,
nena, cállate!”)
si me atrevo a abrir la boca.
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