“Él
murió por tus pecados”,
me dijo un catequista cuando tenía nueve años.
Yo miré la cruz, miré los clavos,
miré la corona de espinas,
y me imaginé la sangre y el dolor.
Me imaginé el pecado.
Esa mancha con la que había nacido
y me hacía responsable de la muerte de un hombre.
Esa mancha que ni siquiera el sagrado Bautismo
había conseguido limpiar del todo.
Esa mancha que alimentaba
con mis faltas cotidianas:
mentira, mezquindad, desobediencia.
“Él
murió por tus pecados”,
me dijo un catequista cuando tenía nueve años
y yo, como tantos,
acepté el sambenito de la culpa sin chistar.
Con culpa crecí
y con culpa me desnudé cuando el deseo
fue más urgente que la misa del domingo.
Con culpa viví por no ser una buena cristiana
(la imagen del hombre muerto
nunca se borró de mi retina,
siempre estuvo ahí,
con sus clavos, su corona de espinas,
su herida en el costado).
Hasta que lo supe.
Lo intuí. Lo comprendí.
Él no murió por mis pecados.
Él murió porque enojó
a quienes
ostentaban el poder.
Él murió por ser amante, no cordero.
Él murió porque habló de amor.
Y no hay nada más subversivo que el amor
en un mundo contaminado por la culpa
(esa culpa que devuelvo a quien corresponda).
Nada más insurgente que el amor.
Nada más condenable.
Arte: Sara Tyson
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