Aquel novio que tuve,
el que murió a los veintidós,
decía que los objetos
no tenían durar más que las personas.
Por eso, después de cada uno de nuestros brindis,
rompía las copas con una feroz alegría adolescente
que a mí me indignaba.
No eran cristales de Bohemia, claro.
Pero eran copas lindas.
(Él ni siquiera habrá imaginado
la cantidad de cosas fútiles
que iban a sobrevivirlo:
platos, tazas, portarretratos,
recuerdos de las vacaciones en Mar de Ajó).
Yo pienso que las personas no deberíamos durar
más que el amor.
Que deberíamos irnos antes de que desnudarse
se convierta en un acto mecánico,
como barrer la cocina o darle de comer al perro.
Antes de que nuestra desnudez
deje ser en los ojos del otro
un salto de resplandor,
la declaración de guerra de un faro rebelde
que ilumina
el camino a seguir para que los cuerpos se estrellen
contra la tormenta del deseo.
Yo creo que deberíamos irnos
antes de que se apolillen los confites.
Arte: Erica Calardo
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