EL LAGO TORMENTOSO
Constance Frances Marie Ockelman pasó de niña problemática de Brooklyn
a vampiresa del cine negro
casi sin escalas.
Poco importaron la baja estatura, los modales bruscos
y los antecedentes de inestabilidad mental:
sus dramáticos ojos celestes,
profundos como un lago,
le valieron una carrera cinematográfica con la que
nunca había soñado
y un nuevo nombre: Verónica
Lake.
Veronica,
la mujercita sexy del peinado peek-a-boo,
fue aborrecida por sus colegas y amada por el público.
Los soldados decoraban las trincheras
con
el rostro perfecto de la cíclope de melena ondulada
y soñaban con el sexo más allá de la muerte cotidiana.
Las mujeres la imitaban.
Pero la estrella
era infeliz:
concebía a la Meca
del Cine como una ciudad de ratas.
Se sentía explotada:
una sex zombie
obligada a contonearse
para que los hombres masturbaran sus sueños
y los Estudios
convirtieran los jadeos en dólares.
El alcohol fue la única puerta que encontró
para escapar de su cuerpo.
La caída de la pequeña rubia llegó con un corte de
pelo.
Las tijeras cambiaron su suerte para siempre:
después de varios fracasos en la pantalla
terminó siendo camarera
en el “Martha
Washington Hotel” de Manhattan.
Siguió bebiendo sin parar
paranoica y furiosa,
jurando que el
FBI había sembrado cerraduras espías
en el techo de su casa
y que los soldados que en el pasado aplaudían
su metro y medio de fuego
querían
envenenarla.
Una breve internación en un hospital psiquiátrico
y un par de arrestos por escandalizar la vía pública
fueron la antesala de una muerte solitaria y
anunciada:
a
los 50 años
Veronica Lake tenía el hígado destrozado por el
whisky
y los ojos secos.
Ningún lago había soportado tantas tormentas
reales e
imaginarias.
Arte: "Veronica Lake,
Hollywood Legend", John Springfield
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