CAFÉ
PARA TRES
“Señor
Tracy, no es tan alto como esperaba”,
le dijo Katherine cuando lo conoció.
“Usted tiene las uñas muy sucias”
retrucó Spencer, sin temor a resultar poco caballero.
Y ella se rió, con su risa de antílope
indomable.
Y él creció, por lo menos, veinte centímetros.
Él estaba casado y casi siempre borracho.
Ella era orgullosa y tenía un cuerpo
filoso,
un volcán en erupción conspirando
debajo de su lengua,
pocas cualidades para ser la otra.
Pero el amor es una enfermedad de aguas
dulces
y ellos se olieron y supieron
que habían nacido en el mismo río,
y juntos se remontaron hacia un
paraíso clandestino
de sábanas líquidas
como salmones ávidos de la química natal.
Él era católico
y tenía una mujercita blanda, Louise,
que aprendió, como pudo,
a lavar tres tazas sin romperlas.
Ella era atea
y se movía entre las citas bíblicas
como la jefa de una tribu de profetas
libres.
No dormían juntos
pero
cuando la luna era un calambre de luz
y el cielo se encogía de dolor
se daban las buenas noches metiéndose,
desnudos,
entre los párpados del otro.
Ella era una casa de verano
(y él abría sus puertas cuando el sol).
Él era un taller
(y ella trabajaba cantando en la medianía de su ombligo).
Los dos eran expertos
en
convertir lo prohibido en cotidiano.
Cuando Spencer Tracy murió,
fue Katherine
la que llamó a Louise desde el hospital
para
darle la noticia.
Después
de casi tres décadas
una de
las tazas de ese insólito juego estaba rota.
La esposa
tuvo el funeral y la parcela en el cementerio,
la
memoria incómoda de la porcelana esquiva.
La Hepburn se cepilló las uñas con furia,
entre
lágrimas,
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