CABARET
Tuve un sueño.
Yo estaba bailando con Sally Bowles
(hay gente que vuela en sueños;
yo bailo,
porque despierta jamás aprendí a hacerlo).
Yo estaba bailando con Sally Bowles.
Tenía enormes pestañas postizas
y las uñas pintadas de verde
(“Chocante”, me hubiera dicho un inglés
demasiado atildado
si las hubiera visto).
Tuve un sueño.
Yo estaba bailando con Sally Bowles
(hay gente que vuela en sueños;
yo bailo,
porque despierta jamás aprendí a hacerlo).
Yo estaba bailando con Sally Bowles.
Tenía enormes pestañas postizas
y las uñas pintadas de verde
(“Chocante”, me hubiera dicho un inglés
demasiado atildado
si las hubiera visto).
Yo estaba bailando con Sally Bowles.
Había un Cabaret. Un maestro de ceremonias.
Y yo había aprendido a bailar
y no lloraba,
para que no se me corriera el rímel,
ni se me despegaran las pestañas postizas.
Había aprendido a girar
con una copa de champagne en la mano
y una risa que tenía más de desgarro
que de alegría,
pero quería creer cuando me decían
“Aquí la vida es divina”.
Yo estaba bailando con Sally Bowles.
Había una ciudad llamada Berlín,
en un país llamado Alemania.
El alma me dolía un poco,
pero en el Cabaret
hay escaso lugar para los dolores.
Tuve un sueño.
Yo estaba bailando con Sally Bowles.
Adentro había demasiada purpurina,
demasiado humo,
demasiadas preguntas sin respuesta.
Afuera, la vida se desmoronaba.

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